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Nuevos carismas del Espíritu en la Iglesia

Fernando Millán Romera -

Aunque se hable tanto del "silencio de Dios" en nuestro tiempo, los dones del Espíritu siguen actuando. Es posible que la invasión de secularismo nos haya vuelto mas duros de oído y mas cegatos para captar Sus iniciativas, o, simplemente, que el Espíritu, siempre creativo, haya elegido cauces diversos a los habituales para fecundar el camino de la Iglesia. En todo caso, no cabe duda de que el pulular de grupos, comunidades y movimientos que desde la mitad del siglo XX se han multiplicado como setas en el seno de la Iglesia, constituye un signo de los tiempos. Un signo inequívoco de vitalidad. Mas, como suele suceder cuando se produce una explosión vital, los marcos, los cauces, las estructuras que desde siglos se había convertido en el camino trillado y ordenado del transcurrir de la vida cristiana se ven desbordados y superados. No dan de sí ante las nuevas realidades. Y esto produce desconcierto y cierto temor en la autoridad eclesial. Temor ante lo que podría entenderse como la ceremonia de la confusión. No faltan motivos. La aparición de las comunidades eclesíales de base que traen un modo alternativo de ser iglesia, no necesariamente en contra de la estructura parroquial, pero muchas veces al margen de ella. 0 la superación de las clásicas fronteras entre las vocaciones eclesíales que se da en muchos movimientos de renovación: laicos que se entregan a la directa evangelización itinerante; curas seculares, o laicos, o incluso matrimonios que viven en comunidad; casados que aspiran vivir un tipo de consagración adecuado a su estado; consagrados que se entregan a tareas plenamente seculares; seglares dedicados a la contemplación; familias enteras que se lanzan a la aventura de la missio ad gentes...

(JPG) Ya no sólo hay laicos que se vinculan a familias religiosas para beber del espíritu de los grandes Fundadores/as, también hay presbíteros diocesanos, religiosos o incluso obispos que se adhieren a la espiritualidad de movimientos de origen laical, hallando una luz para vivir su propia vocación. Hay agrupaciones eclesíales que desbordan las fronteras de la Iglesia católica en que han nacido y se difunden entre las Iglesias cristianas hermanas (o viceversa), pero también llegan a alcanzar a miembros de otras religiones o incluso a personas sin fe religiosa. Difusión que no exige como condición previa ni la conversión al catolicismo o al cristianismo o a la fe en Dios. No es de extrañar que muchos, en particular los canonistas, se sientan desbordados y que la integración de estos nuevos carismas en la estructura eclesial esté resultando complicada. Se arbitran fórmulas novedosas -prelaturas personales- o se buscan vínculos mínimos para acoger realidades tan universales. Tampoco extraña que haya reacciones restrictivas, como la problemática exclusión de los casados del ámbito de la consagración realizada por el documento «Vita Consecrata».

¿NUEVOS CARISMAS?

¿Qué significa todo esto? ¿Se trata de genuinos carismas del Espíritu que, esta vez, se ha volcado sobre todo con los laicos? ¿0 es más bien la irrupción en el seno de la Iglesia de una especie de «democratismo», reflejo de la sociedad civil?. ¿Aportan algo valioso en el plano teológico? ¿O son sólo el eco eclesial del marasmo pluralista que crece exponencialmente en la sociedad occidental y que genera la multiplicación de los particularismos, de los «tribalis-mos». Pueden parecer preguntas contradictorias y, sin embargo, tienen mucho que ver entre sí.

Aunque sean cansinas del Espíritu no tiene nada de extraño que varias de sus coordenadas coincidan con dinamismos y problemáticas de la actualidad. Es típico de los carismas del Espíritu el estar bien ubicados cultural e históricamente. Son dones que buscan afrontar problemas eclesiales o de la humanidad en un determinado contexto. ¿Quién puede dudar que Francisco y Clara de Asís fueron la respuesta a la problemática sobre la pobreza que desataron los grupos pauperistas de su tiempo? Se impone discernir y comprender. Hay que discernir, porque puede haber ganga junto a la veta. En no pocos de estos nuevos carismas, un poco por el radicalismo inicial y un mucho por la bisoñez y falta de perspectiva, se peca por exceso: exceso de protagonismo, de celo poco ordenado, de exclusivismo respecto del resto de la Iglesia. Se peca por defecto: defecto de sentido eclesial, de universalidad, de formación, de una teología que sepa unlversalizar su aportación carismática. Aunque tampoco es que las añejas realidades eclesiales se estén comportando con la madurez que cabría esperar de ellas respecto de estos nuevos retoños: actitudes arrogantes, condenas precipitadas, hasta celotipias.

Hay que discernir porque, al venir muchos de los miembros de estos nuevos grupos del mundo de la increencia, es posible que se hayan infiltrado estilos o prácticas incompatibles, por exceso o por defecto, con la tradición y vida eclesial. En alguno de estos grupos hay un control de las personas, sin duda bienintencionado, pero incompatible con la libertad de conciencia que la Iglesia atesora; o se proponen para todos los fieles estilos de conducta que no son universalizabas sino para una minoría llamada a un radicalismo carismático. Pero también hay que discernir, para evitar que la resistencia al cambio, que toda institución multisecular arrastra consigo, llegue a bloquear los caminos del Espíritu, por inercia o por miedo a perder el control. Y para evitar que el talante dócil o crítico hacia la autoridad se convierta en criterio decisivo para promover unos grupos y marginar otros. Este, aunque comprensible, es criterio mundano, no evangélico. Y ya contamos con la lección de los profetas del A.T.

COMPRENDER

No obstante, además de discernir es preciso comprender. Hay que interpretar el significado de esta «movida» eclesial pues el Espíritu Santo no suele hablar en vano. Y si los dones del Espíritu son como la cara visible, perceptible de la Providencia y el Espíritu es el que lleva la historia hacia su consumación, cabe colegir que tras este aluvión de carismas el Espíritu nos está indicando un camino.

En mi opinión, como ya pasó en la historia de la Iglesia con otros concilios, estos carismas están encarnando, dando cuerpo y vida a muchas de las líneas teológicas que el Vaticano II supo vislumbrar y proponer a la Iglesia. Hay muchos ejemplos. Probablemte, donde mejor se está gustando y palpando la realidad de la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu sea en estas comunidades en que, más allá de la fe sociológica, se experimenta el articularse de las vocaciones en reciprocidad; en que se sienten, no sólo se saben, Cuerpo de Cristo, y hacen la experiencia concreta de la presencia del Espíritu, no sólo la creen o la suponen. Lo mismo para la Palabra de Dios. Uno de los mejores frutos del Concilio fue devolver a la Palabra el puesto central que nunca debió perder en la fe o la teología. Pues quizá donde mejor se estén explotando las posibilidades de la Palabra como fuente de vida cristiana y de espiritualidad sea en estos grupos que han nacido desde el principio en torno a la Palabra. Lo mismo para el ecumenismo, la promoción del laicado, etc.

No obstante, en el esfuerzo por comprender, ¿habría alguna clave común, capaz de aglutinar estas diversas realidades?, ¿algo de lo que extraer la llamada del Espíritu que en ellas se manifiesta? Creo que sí. Es la comunión eclesial. Y aquí hay que hilar fino porque aunque la Iglesia se autodefina de un tiempo a esta parte como «Misterio de comunión», como repite el Magisterio, no vale cualquier comunión.

El peor fruto de la marginación del Espíritu en la tradición católica de este segundo milenio -lo que se ha dado en llamar el cristomonismo católico- fue una especie de deformidad unidireccional a la hora de entender y vivir la comunión eclesial. Durante siglos se vivió una comunión vertical, estructural, que se reducía a obedecer a la autoridad jerárquica. La comunión entre las diversas realidades eclesiales se reducía casi exclusivamente a su conexión con la cabeza de la Iglesia, mientras que en el plano horizontal, de las relaciones recíprocas, lo que reinaba era indiferencia y desconocimiento, cuando no recelos, rencillas o verdaderas peleas. Este modelo clásico ya no goza de credibilidad en una sociedad que se rige por modelos democráticos. No se percibe ni como realidad salvada ni salvadora. Por eso subrayaba al comienzo esa especie de ruptura de fronteras entre las vocaciones. Parece como si el Espíritu quisiera lanzar a toda la Iglesia a vivir una dinámica de comunión modelada según la reciprocidad trinitaria, perijorétíca. Comunión anunciada ya por el Concilio pero lejos aún de ser vivida por la Iglesia. Por otro lado, desde el punto de vista extraeclesíal, también la coordinadas sociales hacen del diálogo y la comunión el reto del futuro ante la necesidad de articular la emergente unidad de la sociedad planetaria, y su inevitable interdependencia, con el respeto de lo particular en una pluralidad de difícil composición.

MEDIACIÓN HORIZONTAL

Pero ¿qué es lo que está en juego desde el punto de vista teológico? Algo decisivo: recuperar una mediación del encuentro con Dios especialmente adecuada para el hoy de la sociedad y de la iglesia que el diluirse de la dimensión comunitaria en la tradición eclesial había dejado en la penumbra. Una mediación horizontal, que no excluye la vertical (la jerárquica) sino que la supone, pero que es distinta de ella y no depende directamente de ella. La comunión vivida desde la reciprocidad del amor modelada trinitariamente no es sólo la armonía, la fraternidad o la colaboración apostólica. Su fruto es algo más, es Dios mismo. Es la presencia viva de Jesús en la comunidad por obra del Espíritu (Mt 18,20). Una mediación más vinculada a la vida que a la estructura, más expresión del principio mariano que del principio petrino, en la que Dios emerge como fruto precioso de la comunión entre todos los creyentes: clérigos, laicos, consagrados.

Ante la falta de credibilidad que sufren las vocaciones e instituciones eclesiales por la avalancha de la secularización, al hacer que dimensiones que antes eran signo inequívoco de Dios para una mayoría, hayan perdido ese valor de significación; si las clásicas mediaciones de la gracia (sacramentos, oración...) cada día son menos frecuentadas y comprendidas por una sociedad que parece perder a toda velocidad el sentido de lo sobrenatural, es posible que la comunión tal como la proponemos sea el único medio de ser signo inequívoco de Dios ante el mundo secularizado. Se entiende el por qué el Espíritu ha hecho florecer por toda la Iglesia un mar de comunidades. Es cierto que en no pocos de estos nuevos grupos, aunque se viva una comunión intensa hacía dentro, la comunión hacia fuera, con los otros ca-rismas, es aún un reto a superar. No obstante, creo que la semilla está lanzada y no me parece utópico pronosticar un futuro de progresiva comunión, no sólo entre comunidades, o entre diócesis, sino entre Iglesias nacionales o continentales. Entre otras cosas, porque el gran reto para el próximo siglo será pasar de un cristianismo culturalmente dependiente de Occidente y geográficamente eurocéntrico a un cristianismo pluricultural y pericéntrico, conforme se desarrollen las Iglesias jóvenes. Transición que no debe dañar la unidad de fe y de estructura eclesial. Eso sí que me parece una utopía si no se abre paso una comunión como la que hemos querido esbozar y que el Espíritu parece tener prisa en desarrollar. El futuro lo confirmará.

El espíritu vivifica nuestra iglesia

Una conceptualización, por sencilla que sea, de lo que es o lo que significa el Espíritu Santo en nuestras vidas, inciuso desde un prisma muy personal y experiencial, es una de las tareas más difíciles para un cristiano formado en nuestra tradición occidental, en la que el Espíritu (y es más que un tópico) ha sido un tanto olvidado. De mi experiencia personal yo destacaría dos notas en lo que a la presencia del Espíritu se refiere:

En primer lugar, como presencia sutil de Dios en la historia, en la gran historia y en la pequeña historia de cada día (que, a fin de cuentas, para cada uno, es más grande que la otra). En nuestra tradición carmelitana hemos sentido siempre una especial devoción a ia figura del profeta Elias, al que durante siglos consideramos nuestro «fundador». Cuando Elias en el Horeb busca al Señor, sólo descubre la presencia de Dios en la brisa suave (1 Re 19, 12-13). Esa brisa sigue soplando hoy, muchas veces tenemos nuestra sensibilidad algo atrofiada, pero la brisa sutil, tenue, vivificante y libre, sigue pasando entre nuestros dedos, acariciando nuestros oídos, a veces despeinándonos y a veces curando delicadamente nuestras heridas y secando con ternura nuestras lágrimas. En segundo lugar el Espíritu vivifica nuestra Iglesia. Hace que las estructuras no sean andamiajes oxidados; que nuestras celebraciones no sean meros recuerdos de un lejano fundador (por muy bueno que fuese); hace que creamos con gozo lo que es difícil de creer; hace que la ausencia sea presencia; hace más que todas las campañas vocacionales juntas; nos conoce a cada uno con nombres y apellidos, como si fuésemos únicos para él y tuviese todo el tiempo del mundo para nosotros, pero a solas nos trata de forma familiar y cariñosa... y, a veces con nosotros y a veces a pesar de nosotros, va construyendo lentamente el Reino.

Fernando Millán Romera, O.Carm.,
es profesor de teología en la Universidad Pontificia Comillas en Madrid.

    
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