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Nuestra resistencia al amor

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -

No tiene nada de sencillo ser un ser humano. Somos un misterio para nosotros mismos, y, con frecuencia, nuestros propios peores enemigos. Nuestra complejidad interior nos ofusca y, no raramente, nos frustra. En nada es esto más cierto que en nuestra lucha con el amor y la intimidad.

Más que ninguna otra cosa, tenemos hambre de intimidad, ser tocados donde somos lo más delicados, donde somos lo más nosotros, donde descansa todo lo que en nosotros es lo más precioso, vulnerable y anhelante.  Sin embargo, ante la verdadera la intimidad, la gente sensible viene a estar con frecuencia inquieta y resistente.

En los Evangelios vemos dos poderosos ejemplos de esto: El primero, en una historia, referida en los cuatro Evangelios, donde una mujer entra en una estancia de la casa donde Jesús está comiendo y, en una serie de gestos derrochadores, rompe un costoso frasco de perfume, derrama el perfume sobre los pies de Jesús, lava esos pies con sus lágrimas, los seca con sus cabellos y luego empieza a besarlos. ¿Cuál es la reacción de los que están en la estancia, a excepción de Jesús? Malestar y resistencia. ¡Esto no debería suceder! Todos se mueven incómodamente en sus sillas a la vista de esta cruda expresión de amor; y Jesús, él mismo, tiene que desafiarles a buscar la causa de su malestar.

Entre otras cosas, señala que, irónicamente, con lo que están incómodos es con lo que subyace en el centro mismo de la vida y en el centro mismo de sus más profundos deseos, a saber, el puro dar y recibir del amor y el afecto. Es esto -afirma Jesús- por lo que estamos vivos, y es esta experiencia la que nos prepara para la muerte. Es por lo que estamos vivos. ¿Es también lo que más anhelamos? Entonces ¿por qué nuestro malestar y resistencia cuando de hecho lo afrontamos en la vida?

El segundo ejemplo aparece en el Evangelio de Juan, donde, en la Última Cena, Jesús trata de lavar los pies de sus discípulos. Como Juan lo indica, Jesús se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una jofaina y una toalla, y empezó a lavar los pies de sus discípulos. Pero encuentra malestar y resistencia, claramente expresados por Pedro, que simplemente dice a Jesús: “¡Nunca! ¡Tú nunca me lavarás a mí los pies!”

¿Por qué? ¿Por qué esa resistencia? ¿Por qué la resistencia ante el hecho de que, sin duda, más que ninguna otra cosa, lo que más profundamente deseaba Pedro era exactamente que Jesús le lavara los pies, gozar esta clase de intimidad con Jesús?

Responder a la cuestión de nuestra lucha con la intimidad en este contexto proporciona una guía por qué a veces nos ponemos incómodos y reacios cuando estamos ante lo que de hecho deseamos tan profundamente. Nuestros pies son algo muy íntimo; son parte de nuestros cuerpos donde nos molesta la suciedad y olor, no una parte de nosotros mismos en la que nos caiga bien el toque de otros. Hay una innata vulnerabilidad, un malestar, una primera vergüenza, añadidas a tener el toque y el lavado de algún otro una parte tan íntima de nosotros. La intimidad demanda una facilidad que nuestra vulnerabilidad a veces hace imposible. Y así, este texto alude a una especie de resistencia a la intimidad, a una particular incomodidad en ciertas circunstancias.

Pero la resistencia de Pedro aquí habla también de algo más, algo más notable: Si estamos sanos y sensibles, todos nosotros experimentaremos naturalmente un cierto malestar y resistencia ante el crudo regalo, antes de la cruda intimidad, antes de la cruda recompensa. Y, mientras esto es algo para ser superado, no es una falta, un defecto moral o sicológico de nuestra parte. Por el contrario, en su normal expresión, es una señal de sensibilidad moral y psicológica. ¿Por qué digo esto?

¿Por qué resulta a veces que parece impedirnos el mover hacia la verdadera esencia de la vida una señal de que hay algo fundamentalmente equivocado en nosotros? Yo insinúo que no es un defecto sino más bien un sano mecanismo en nosotros porque la gente narcisista, tosca e insensible es frecuentemente inmune a este malestar y resistencia. Su narcisismo les protege de la vergüenza, y su dureza les permite una fácil y salvaje desenvoltura con la intimidad, como alguien que está sexualmente bastante  cansado de estar cómodo con la pornografía, o como alguien que toma la intimidad como algo que debe ser tenido por derecho, casualmente o incluso agresivamente. En este caso… no existe la menor intimidad.

La gente sensible, por otra parte, lucha con la crudeza de la intimidad porque la genuina intimidad, como el cielo, no es algo que pueda ser llevado a cabo voluble o fácilmente. Es una lucha de toda la vida, un dar y tomar con muchas contrariedades, una revelación y una ocultación, una rendición y una resistencia, un éxtasis y un sentimiento de indignidad, una aceptación que lucha con la verdadera rendición, un altruismo que aún contiene egoísmo, un calor que a veces se vuelve frío, un compromiso que aún tiene algunas condiciones, y una esperanza que lucha por sostenerse a sí misma.

La intimidad no es como el cielo. Es la salvación. Es el Reino. Así, como el Reino, tanto el camino como la puerta de acceso a él son angostos, no encontrados fácilmente. Por tanto sé delicado, paciente y comprensivo hacia otros y hacia ti mismo en esa lucha. 

(Foto: Lili art bolsas)

    
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