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Nietzsche, Feuerbach y las Noches Oscuras del Alma

Ron Rolheiser (Tradicido por Carmelo Astiz, cmf) -

Pocos autores han escrito nunca una crítica tan penetrante de la fe y de la religión como los famosos filósofos alemanes  Friedrich Nietzsche y Ludwig Feuerbach (s. XIX).  “¡Dios ha muerto”, declaró Nietzsche, “y nosotros somos sus asesinos!” Y sostiene que matamos a Dios de diversas maneras, muy sutiles, a las que nos mostramos totalmente ciegos.

Pero esta acusación no es el mayor reto de estos filósofos. Mucho más desafiante es su afirmación de que inventamos y creamos a Dios porque necesitamos justificar  nuestras opciones, poniéndolas bajo una capa de divinidad. Dios no es solamente el opio que ingerimos para insensibilizarnos a nuestros sufrimientos y frustraciones; Dios es también la gran racionalización, la gran justificación, el gran permiso sagrado que necesitamos en orden a servirnos a nosotros mismos y todavía ilusionarnos de que estamos sirviendo a una causa sagrada más elevada.

No es preciso mirar mucho a nuestro alrededor para percibir por qué afirman esto esos filósofos. En todas partes –así parece– estamos manipulando la fe y la religión para nuestro propio beneficio. Alguien alguna vez dijo con agudeza que Dios nos hizo a su imagen y semejanza y que nosotros no hemos dejado nunca de devolver el favor. La fe y la religión rara vez funcionan con total pureza. Invariablemente algún elemento humano se hace evidente claramente en su interior.

Solamente con mirar el papel que ha jugado la religión en la historia, percibimos ya la abrumadora evidencia de eso. Hoy en día, por ejemplo, vemos cómo se justifica toda clase de violencia en nombre de Dios, desde luego con suma evidencia en el Islam extremista, pero no limitada solamente a él. Y vemos lo mismo en todas partes al interior de nuestras historias personales. Todos nosotros tendemos a arreglarnos de alguna manera para que Dios esté conforme con nosotros aceptando nuestras condiciones, generalmente de manera ventajosa para nosotros, y de tal manera que nos permita justificar nuestras decisiones y contar con que Dios y la religión nos estampen el sello de aprobación.

Así pues, ¿qué hay que decir sobre todo esto? Me figuro que San Juan de la Cruz diría que Nietzsche y Feuerbach tienen razón en un 98%. La mayoría de las veces manipulamos a Dios y a la religión para satisfacer nuestras propias necesidades. Pero –y esto establece una gran diferencia– Nietzsche y Feuerbach se equivocan en un 2% y, en ese 2% Dios puede encontrar el espacio para desembocar con pureza en nuestras vidas; y la religión puede encontrar el espacio para actuar de mediadora para que Dios y su verdad se hagan presentes en toda su pureza.

Indudablemente, contando con la naturaleza humana tal cual es, estamos siempre y de modo inconsciente intentando hacer encajar a Dios en nuestras propias necesidades. No permitimos a Dios, de modo fácil o natural, que nos ate con una soga y nos arrastre a donde preferiblemente no iríamos por nosotros mismos. Queremos a Dios, la religión y la verdad, pero de acuerdo a nuestras propias condiciones. Con respecto a la Iglesia, sentimos la misma tendencia. A las iglesias también les resulta difícil el que Dios las ate con una soga y que las lleve a lugares a donde  preferiblemente no irían. Sin embargo, en un cierto momento, Dios acaba con eso, conectándonos, individualmente y a veces como plena comunidad eclesial, con lo que los místicos llaman la “noche oscura del alma”. ¿Y eso qué es?

Lo que ocurre en una “noche oscura del alma” es que, tanto nuestra imaginación como nuestro corazón, se encuentran vacíos y secos de todo pensamiento y sentimiento significativo acerca de Dios. Nos sentimos impulsados a arrodillarnos, impotentes, y nos encontramos en un estado en el que resultan inútiles todos nuestros esfuerzos por apresar a Dios en nuestra imaginación y en nuestros sentimientos.

Por mucho que lo intentemos, todos nuestros pensamientos, sentimientos y seguridades anteriores sobre Dios, incluso nuestros sentimientos acerca de la existencia misma de Dios, ahora se encuentran vacíos y áridos y ya sin capacidad para sernos útiles. A nivel de pensamiento y afectividad, nos sentimos perdidos, con sentimientos semejantes a los de un ateo o un agnóstico.

Pero, como el teólogo protestante alemán Jürgens Moltman asegura, nuestra fe comienza precisamente en el punto exacto en el que los ateos piensan que debe acabar: en el gusto amargo de la nada, del vacío, de la oscuridad y de la plena impotencia para imaginar la existencia de Dios o para sentir afectivamente su presencia. En medio de esa vaciedad e impotencia, Dios puede desembocar finalmente en nuestras vidas con toda pureza, sin mancha, sin ser afectado por nuestras propias necesidades, expectaciones y andamiajes imaginarios. Nuestra misma vaciedad, aridez e impotencia imaginativa y afectiva son las que nos vuelven incapaces de manipular a Dios. Somos entonces demasiado débiles para manchar la afluencia de Dios en nuestra vida. Ahí es, precisamente, donde comienzan la fe auténtica y la religión verdadera.

Cuando nos sentimos extremadamente pobres con respecto a nuestra fe y a nuestras seguridades religiosas, Dios puede finalmente comenzar a moldearnos a su imagen y semejanza y desembocar en nuestra vida, puro y sin mancha.

    
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