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MARÍA EN LA LITURGIA DE LA IGLESIA

Rosa Ruiz Aragoneses, rm -
Dime cómo oras y te diré qué eres

Desde los orígenes, la Iglesia ha estado con­vencida de que lo que oramos o celebramos y lo que creemos como verdades de nuestra fe, son in­separables. Por otro lado, la presencia de María en la vida de la Iglesia ha sido continua; ya las pri­meras comunidades cristianas nos cuentan cómo se saben reunidas con María cuando oran, escu­chan la Palabra de Dios y comparten la fracción del pan en nombre del Señor Jesús.

En este momento, nos centramos en la viven­cia litúrgica de la Iglesia, prescindiendo de las di­versas expresiones populares y devociones maña­nas surgidas a lo largo de la historia, aunque no siempre ha sido fácil distinguir uno y otro ámbito. No podemos celebrar ni ofrecer cúlticamente na­da que no forme parte de nuestra experiencia cre­yente más honda; y a la vez, cuando celebramos estamos expresando con palabras y gestos el ver­dadero rostro de Dios que configura nuestra fe. Desde aquí, María no es únicamente un elemento más de la liturgia, sino que recibe su centralidad por la íntima relación que guarda con Cristo, auténtico centro de toda acción cristiana. María se nos ofrece como modelo y estímulo, para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida (Marialis Cultus, 21. Exhortación apostólica de Pablo VI, referencia imprescindible para todo este tema, junto a la re­forma litúrgica del Vaticano II).

Desde la Tradición y el Magisterio

Uno de los primeros textos litúrgicos que re­cuerdan a María y que han llegado hasta nosotros es una homilía sobre la Pascua de Melitón de Sar­des (s II), en que quiere insistir en la verdadera humanidad de Cristo, en la Encarnación. Muchos son los textos que podríamos citar en este mismo sentido. No es de extrañar que si una de las pri­meras y más centrales tendencias heréticas en la Iglesia fue la de negar que el Hijo de Dios fuera verdadero hombre, los cristianos recurrieran a María: ¡quién mejor que ella como testigo y ga­rante de la carne de Cristo! Además, estuvo desde el principio presente en las plegarias eucarísticas y en la misma profesión de fe bautismal: ¿Crees en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que ha nacido por obra del Espíritu Santo de la Virgen María?

Desde el s II encontramos composiciones poé­ticas, inscripciones y pinturas funerarias que unen la invocación a Cristo con la Virgen Madre, como el conocido fresco de las catacumbas de Priscila. Probablemente, del s.III es una de las primeras oraciones a María como «Madre de Dios» (Theotó-kos), más conocida en Occidente por la invoca­ción Bajo tu amparo. Y será dos siglos después, cuando el Concilio de Éfeso proclame solemne­mente este título mariano, cuando se extienda su influencia en todo el ciclo litúrgico. Se crearon nu­merosas fiestas en Oriente y en Occidente. Por ejemplo, fue después de este concilio cuando em­pezó a celebrarse en Jerusalén la memoria de María el 15 de Agosto, y en Occidente se va generalizando la memoria de la anunciación en tomo al 25 de marzo. También desde aquí va surgiendo el recordar a María litúr­gicamente el sábado en Occidente y en Oriente el miércoles.

Desde entonces hasta nuestra liturgia ro­mana actual, hay dos lugares litúrgicos por excelencia asociados a María: las plegarias eucarísticas y la profesión de fe bautismal. En los demás sacramentos y otros rituales, María suele aparecer como intercesora.

Su presencia es continua en la Liturgia de las Horas. Al atardecer, en vísperas, la Iglesia quiere proclamar cada día la grande­za del Señor y no ha encontrado mejor ma­nera que unirse al canto del María en el Magníficat. Al acabar el día, nuestra última mirada se dirige también a ella, con cual­quiera de las oraciones marianas conclusi­vas.

En cuanto al ciclo litúrgico, son mo­mentos especialmente marianos el Adviento y la Navidad, y no tanto Cuaresma o el tiem­po Pascual. En Adviento, destaca la celebra­ción de la Inmaculada Concepción, y lee­mos el Anuncio a María y su Visita a Isabel. La es­pera maternal de María en este tiempo condensa y anima la espera interior de toda la Iglesia. En Navidad, además del nacimiento, se celebra la fiesta de la Sagrada Familia y se recuerda la pre­sentación en el Templo y la adoración de los Ma­gos.

En el tiempo Pascual y su preparación cuares­mal, contrasta cierto silencio litúrgico con la abun­dante presencia mariana en la piedad popular (Vía crucis, soledad de María, procesiones,...). Aún así, y con toda la sobriedad de este tiempo, María no desaparece de la liturgia pascual: desde el Stabat Mater Dolorosa del Viernes Santo al Re­gina coeli laetare de la Resurrección, que nos acompañará hasta Pentecostés.

Podríamos decir que si en Adviento y Navidad la acción de María está en el centro de la escena, durante la Pasión de Cristo, María cambia de lu­gar: quizá, porque es momento de ponerse a nuestro lado para juntos fijar los ojos en Cristo y sólo en Él. De hecho, como recogerá posterior­mente la celebración de la Asunción de María, tras la Pascua Ella es la que precede a la Iglesia en el camino definitivo hacia el Señor resucitado y esto nos llena de alegría y sustenta nuestra esperanza. Las demás solemnidades, fiestas y memorias explí­citamente marianas que la liturgia nos propone, las debemos celebrar siempre insertas en el acon­tecimiento salvador de Cristo, que es lo que, en el fondo, todo culto cristiano celebra en cualquier lugar o tiempo.

Como oramos y celebramos, creemos y vivimos

comenzábamos afirmando que la dimensión celebrativa y cúltica de nuestra fe es expresión por excelencia del Credo que queremos que con­figure nuestra vida. Si María ocupa un lugar cen­tral en la historia de salvación que creemos, tam­bién tiene que ocuparlo en nuestra vida litúrgica y cotidiana. Y no tanto porque lo digamos noso­tros sino porque aquellos que nos ven, así lo per­ciban.

En palabras de Pablo VI: Quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la bienaventu­rada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en una vida absolutamente con­forme a su voluntad. Por eso, pedía el Papa que se abandonen las devociones marianas reducidas a puras prácticas externas o ceñidas a movimien­tos del sentimiento tan ajeno al estilo del Evange­lio que exige obras perseverantes y activas... De­berá ser eliminado todo aquello que es manifiesta­mente legendario o falso. (MC 38) La rica y varia­da presencia de María en la liturgia ofrece nume­rosas posibilidades para celebrar la memoria de nuestra Madre, intentando por tanto, hacer con­fluir en la celebración eclesial litúrgica las demás expresiones devocionales.

Podemos decir con una amplia tradición ecle­sial que María es ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive la liturgia (MC 16-23), porque:

María, Virgen oyente, recuerda a la Iglesia que su actitud primera debe ser siempre escuchar y estar atenta. La Iglesia, como María, debe escu­char y acoger con fe lo que Dios le dice: en la Es­critura, en los hermanos, en los sacramentos o en los acontecimientos de la historia.

María, Virgen orante, nos recuerda que todo el que ama tiene necesidad de relacionarse con el amado. Oramos porque nos sabemos en continua relación con Dios y en continua necesidad de pe­dir unos por otros (como María intercedió en Cana), o de dar gracias gozosamente (como en el canto del Magníficat), o de permanecer en el si­lencio del dolor (como María junto a la cruz).
María, Virgen Madre, prolonga de algún mo­do en la Iglesia su maternidad, es decir, su dispo­nibilidad para poder ser cauce de vida, y no de muerte. Nos recuerda la «necesidad» que Dios tie­ne de nuestra colaboración para seguir «en­carnándose» en nuestro mundo y en nuestra his­toria hoy y aquí. Nos recuerda también que nues­tra fecundidad como Iglesia reside en estar abier­tos a la obra del Espíritu Santo en nosotros.

María, Virgen oferente, recuerda a la Iglesia que no existe para ella misma. Nos invita a ofre­cer (activamente) y a ofrecernos (pasivamente). Nos invita a presentar a Cristo, que es Luz para iluminar al mundo, pero también signo de contra­dicción, porque nada mejor podemos ofrecer a nuestros hermanos. Nos invita a hacer de nuestra vida un culto agradable, una ofrenda perpetua: hágase en mi según tu palabra.     
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