Madre de la Iglesia. De ella nacemos todos.

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Hay un tipo de madre cerrada y posesiva que intenta adueñarse del hijo y manipularlo; hay, en cambio, una madre que ofrece la vida del hijo a los hombres. Ésta es María: la que ofrece alfesús histórico, al que ayudó a madurar y a partir un día de casa para pregonar el evange­lio. María es la que ofrece a su hijo muerto, po­niendo su vida en manos de Dios Padre, al la­do de los amigos defesús… María es Madre de la Iglesia en cuanto ofrece a los creyentes el es­pacio de fraternidad y vida de su hijo Jesucris­to.




Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Profundicemos un poco más en este título tan rico y denso de María como Mater Ecclesiae. La historia, la teología y a liturgia serán buenas guías en este camino que lógicamente concluirá con algunas pistas pastorales.

Una mirada a la historia

Este título se remonta a los umbrales de la Edad Media donde por primera vez aparece de María ha gestado al mismo Jesucris­to, cabeza y principio de laa nueva hu­manidad. Por eso, ella es madre en un sentido ampliado: es madre de la Iglesia.
un modo cierto. Se encuentra en el Comentario al capítulo XII del Apocalipsis en una obra realizada por un tal Be-rengaudo. A partir de ahí con­tinúa siendo reflejado discre­tamente en diferentes docu­mentos teológicos y litúrgicos de los siglos XIII y XIV. Más tarde numerosos autores continuarán haciendo alusión a este título mariano en sus escritos.

También en los documentos pontificios se encuentra la alusión a María como la Madre de la Iglesia. Los papas, desde León XIII en ade­lante, lo han venido usando explícitamente en alguna ocasión o bien mediante frases equiva­lentes que expresan totalmente su contenido. Pero es con el pontificado de Pablo VI cuando el título cobra una fuerza sobresaliente. Fue es­te papa el auténtico promotor y quien tuvo el gozo y el honor de proclamarlo solemnemente: «Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y que­remos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título». Desde ahí, Pablo VI promulgó una serie de formularios litúrgicos de misas en honor de la Virgen invocada bajo esta denomi­nación. Una vez más el culto litúrgico se hace garantía suficiente: lex orandi, lex credendi.

Alcance teológico

Proclamar a María como Madre de la Igle­sia nos sitúa en el centro del mensaje mariano del Evangelio. Cinco son los rasgos que María expresa y actualiza dentro de la Iglesia:

a) es Madre de la fe porque confía en el camino y vi­da de Dios para los hombres,

b) es Madre de exigencia desde el fondo de su ternura invitan­do a los creyentes a la entrega por los otros;

c) es Madre de la liberación asumiendo el destie­rro y rehaciendo los caminos de la esperanza;

d) es Madre del sufrimiento, traspasada por el puñal de la división que suscita el seguimiento de Jesús;

e) y por fin, es Madre de comunión que al integrarse en la Iglesia nos muestra que amar de una manera maternal supone crear co­munidad.

María está presente en la formación de la Iglesia. Ella participa en la constitución de la comunidad eclesial desde esta acción ma­ternal. No se trata de pensar en categorías biológicas o filosóficas, sino de ser fieles a los mismos evangelios. El consentimiento da­do en Nazareth comporta la aceptación del reino mesiánico, y por consiguiente, de la formación de la Iglesia. Las palabras de Si­meón, uniendo indisolublemente los destinos de madre e hijo, confirman este influjo ma­ternal en la obra de la salvación. Su presen­cia en el calvario la consagran como madre de los discípulos. El Espíritu Santo que cola­boró con ella en la formación de la unidad del Hijo, actúa con ella en los momentos de­cisivos de la formación de la Iglesia: en el Calvario y en Pentecostés. Esto es lo que nos permite llamar a María Madre de la Iglesia, porque unida al Espíritu Santo ha ejercido un verdadero influjo en su misma formación.

Pero este influjo no se limita a unos momen­tos de su vida terrena. Continúa en la vida de la Iglesia porque en ella se ac­tualizan, se hacen presentes, sin cesar, los misterios de Cristo. María se sigue ha­ciendo cercana y presente desde la cercanía y presen­cia de su Hijo.

De este modo, la maternidad de María puede y debe ampliarse en forma eclesiológica. Jesús no ha nacido primero como un hombre ordinario para hacerse luego Hijo de Dios o Cristo; desde el mismo comienzo de su ser y en el origen humano de su historia, Jesús nace co­mo Hijo de Dios, Cristo de los hombres. Por eso, María no ha engendrado y educado sim­plemente a un niño que después será principio de la Iglesia. Ella ha gestado al mismo Jesucris­to, que es cabeza y es principio de la nueva hu­manidad. Por eso, ella es madre en un sentido ampliado: es madre de la Iglesia.

Ecos pastorales

El título Madre de la Iglesia añade un ma­tiz importante para la piedad y la pastoral: orienta hacia el aspecto eclesial y co­munitario de nuestra devoción mariana. Es un complemento esencial de los dos títulos con que el pueblo cristiano siem­pre ha honrado e invocado a María: Ma­dre de Dios y Madre de los hombres.

– María, Madre de Dios, no para su provecho personal sino en orden a la cooperación del plan salvador de Dios y, por tanto, como maternidad en la Iglesia.
– María, Madre espiritual de los hombres, de todos los cristianos en cuanto forman una comunidad.

Maria es madre de la Iglesia en la medida en que aparece, al mismo tiem­po, como Madre de los hombres. Una Iglesia que cultivara la maternidad ma­riana de modo intimista, correría el pe­ligro de volverse secta autosuficiente, ineficaz y egoísta en este mundo falto de evangelio. En contra de eso, María sólo puede aparecer como madre allí dónde la Iglesia reasume y rehace el ca­mino de Jesús, como espacio en que se ofrece el reino al conjunto de los hombres, en palabra de misión y en gesto de acogida abier­ta para todos.

María, como Madre de la Iglesia nos hace trascender ese carácter exclusivista e individua­lista y nos lanza a una comunión más plena en­tre todos. En estos tiempos de gran sensibilidad comunitaria y solidaria nos unimos con todos los creyentes que proclaman a María Mater Ecclesiae.

Carlos Martínez Oliveras, cmf     

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