Madeleine Dêlbrel (1904 – 1964)

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“Me resolví a orar… Luego,
reflexionando y orando, encontré a Dios”

Querida Madeleine:

    Hace décadas que nos dejaste -¡cómo vuela el tiempo, Dios mío!- y sin embargo conectas perfectamente con el mundo de hoy, tanto que uno espera tropezarse contigo esta tarde a la vuelta de la esquina.

    ¿Fuiste cristiana? Sí; pero urge añadir que tu cristianismo no fue un producto de invernadero, de esos que cuentan con un ambiente protegido y florecen casi por generación espontánea. Lo narras con un tremendo realismo: “A los quince años era yo absolutamente atea y el mundo se me antojaba cada día más absurdo”. Pero jamás convertiste esta experiencia en un título y menos en un ‘pin’ de esos que se prenden en la solapa.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     ¿Recuerdas tus estudios de filosofía y ciencias sociales en la Sorbona de París? Tenías entonces dieciséis años y aparentemente una convicción inconmovible: “Dios en el siglo XX -escribirás después- era absurdo, inconciliable con la sana razón, era intolerable, porque no se le podía ubicar”. Pero poseías una inteligencia aguda, una conciencia limpia y esa tenacidad propia de tus coterráneos de Gascuña. Por eso te decidiste a buscar, buscar y buscar sin darte nunca por vencida: “No, la sucesión de Dios no está arreglada. Ha dejado en todas partes hipotecas de eternidad, de poder, de alma… ¿Y quién la hereda ahora? La muerte”.  Has caído en la cuenta de que la existencia de Dios suscita interrogantes, pero la negación de Dios termina inevitablemente en el vacío. En el vacío total. Sin Dios, todo surge de la nada y todo aboca a la nada. Es la deificación del absurdo.

    Nada extraño que te conviertieras en una buscadora empedernida: “Por este tiempo hubiera renunciado al mundo entero por saber qué hacía yo en él”. Uno recuerda las palabras de Jesús: “Todo el que busca halla” y siente que una búsqueda así no puede desembocar en el vacío. A tus veinte años, ‘Alguien’ irrumpe como un rayo en tu vida y a partir de ese momento te sientes totalmente ‘deslumbrada’ por él. De hecho -confiesas- “me resolví a orar… Luego, reflexionando y orando, encontré a Dios”. Este encuentro produjo en ti una dicha ‘estremecedora’.

    O sea, que desde la fe -en tu adolescencia-, te preguntas por Dios y terminas en el ateísmo; y desde el ateísmo -en tu madurez- te preguntas por la increencia y terminas redescubriendo la fe: tocas las raíces de la fe en un Dios personal, cercano y vivo con quien es posible entablar una relación de amor. Y te decides a orar. Que eso es para ti la oración: una relación personal con Dios. Ese Dios que ha dejado señales en todos los rincones del cosmos y ha puesto su tienda en lo más hondo de nuestro ser: “Si vas al fin del mundo –escribes-, encontrarás la huella de Dios; si vas al fondo de ti mismo, encontrarás a Dios”.

    ¿Eso es todo? Habías dicho que “hay que aprender a estar solos con Dios cada vez que la vida o la jornada nos reserva una pausa, y no malgastarla: en el metro, en un café, en un comercio, esperando el bus, en la cocina”. Tu experiencia no te permite confundir soledad con aislamiento. La soledad es una exigencia del espíritu; el aislamiento es un pecado contra el amor, porque, después de todo, “la soledad no es la ausencia del mundo, sino la presencia de Dios”. Se entiende que pensaras ingresar en el Carmelo, pero tu vocación de contemplativa estaba en la calle, en el trabajo, en ese silencio que es posible descubrir en medio del ruido, en el Dios que habita, por qué no, en el alma del ateo, aunque él no lo sepa y necesite que alguien le ayude a encontrarse con él.

    A partir de ahí nadie te podrá acusar de que eludes las preguntas más comprometidas. Por ejemplo: “si los ateísmos de hoy constituyen para los cristianos tentaciones ante las que sucumben o apenas sobreviven, o si, por el contrario, esos medios ateos constituyen para nosotros lugares a los que Dios nos destina, circunstancias favorables en las que la fe puede crecer vigorosamente en nosotros y ser anunciada a los demás”. Cuestión inevitable a la que sigue tu respuesta iluminadora: “Esta segunda hipótesis yo la he experimentado como verdadera y otros cristianos la han experimentado como yo… Para mí tiene valor de certeza, valor de hecho”.

    A estas alturas no necesitaré demostrarte que me encantan tus escritos. Cuánta sencillez y cuánta sabiduría en cada página. Abro Nosotros, gente de la calle y me sorprendes con esta observación arrancada de tu experiencia: “Qué alegría saber que podemos levantar los ojos hacia tus ojos mientras el caldo cuece, mientras suena el teléfono, mientras esperamos en una parada del autobús que no llega, mientras vamos a buscar a la huerta algo para echar en la ensalada”. Ojeo La alegría de creer y vuelvo a reconocerte: “Las palabras de los libros  humanos se comprenden y se juzgan. Las palabras del Evangelio se experimentan y se reciben”.

    ¿Quién ha promovido tu causa de beatificación? Es una buena pregunta. Te conocían muy pocos; no pertenecías a ninguna institución que pudiera dar ese paso, no ejerciste ninguna acción espectacular de carácter caritativo o místico que saltara a los medios de comunicación. Y, por supuesto, jamás soñaste en nada semejante. Pero quienes hoy conocen tu historia, tu humilde y apasionante historia, celebran que la Iglesia  haya  dado ese paso, porque lo tuyo era ser, no aparentar, y esto es lo que define a los santos.

    Para qué más. Pasaste la vida en Ivry, entre los ateos, como fermento en la masa. Y un día cualquiera, el 13 de octubre de 1964, a tus 60 años, te sorprendió la muerte mientras escribías a máquina. ¿Un símbolo acaso? Tal vez; porque toda tu vida fue mensaje. Gracias, Madeleine.