Los sacramentos: la unción de los enfermos

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¡Qué se le va hacer! Somos adictos al aceite. Con tres unciones marcamos la vida. La bautismal nos injerta en Cristo. La de la confirmación nos empuja a proclamarlo con audacia. La de los enfermos nos prepara para entrar definitivamente en su banquete.
Pero antes nos ayuda a vivir la enfermedad de otra manera. E incluso a superarla.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Recibir la unción en la frente y en las manos cuando uno experimenta una enfermedad grave o se interna en la vejez es, en primer lugar, un signo de humildad y de valentía. Enfermo es el que no se tiene en pie. O sea, un estorbo en esta sociedad de la prisa y la eficiencia. Estar enfermo es un detalle de mal gusto, un trazo torpe en el hermoso mural de la vida humana, una anticipación incómoda de la muerte. Por eso, llamar al presbítero y dejarse ungir por él es, por lo menos, un acto de coraje. Sacar la enfermedad del cuarto oscuro y presentarla en sociedad.

Atreverse a decir: «Estoy enfermo, el gusto es mío». Entonces, el aceite vertido borra la falsedad con que a veces se disfraza la existencia. Y sin ninguna arrogancia, de sus labios se escapa una confesión: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo». El creyente no esconde la enfermedad como quien tapa un delito. La presenta con la misma sencillez con que presenta el nacimiento, la vida. Al hacerlo, contribuye a que esta cultura nuestra no maquille la condición humana, la acepte tal como es: en su esplendor y en su miseria.

Pero hay más. En este símbolo breve de la imposición de manos y de la unción Cristo se manifiesta como médico de la fragilidad humana. Ayer se hizo agua que lava o pan que alimenta. Hoy se hace terapeuta en la encrucijada más dura de la existencia. Y concede al enfermo el consuelo de su Espíritu a cambio de un poco de fe en su poder curativo. Lo visita no sólo para que venza los diablos de la mentira y de la angustia, sino para que se sienta vinculado al misterio de su pasión, para que viva su enfermedad como un carisma que edifica la Iglesia. De esta manera, el sacramento de la unción conquista para la vida una parcela que corre el riesgo de ser calificada como de ínfima categoría. Hace que es enfermo viva como gracia lo que, de entrada, experimenta como ruina.

Por eso no es ya el sacramento «extremo», una especie de salvoconducto entregado al pie de la escalerilla del avión que parte para la otra vida. Es un sacramento para el último trecho del camino. Aceite derramado que fortalece y hermosea a quien experimenta que su vida se debilita o está llegando ya al ocaso. En el funeral de lady Diana se dieron cita la muerte y la belleza. Más aún: la muerte, sin que sirva tal vez de precedente, se hizo bella. En el sobrio marco de Westminster, una de las hermanas de la princesa de Gales leyó este poemita:

«El tiempo es demasiado lento para los que esperan,
demasiado veloz para los que temen
demasiado largo para los que lloran,
demasiado corto para los que gozan,
pero para los que
aman el tiempo es la eternidad».

Y todos, los que sufren y los que disfrutan, asintieron. Cualquiera que haya sido el itinerario, el amor es siempre la eternidad anticipada. Y la unción uno de sus símbolos postreros. Dejarse ungir es dejarse amar, permitir que el aceite de Dios penetre por los poros de la piel hasta sentir que todas las células le pertenecen.

Ninguna presión del ambiente, ninguna inercia eclesial puede impedirnos gozar de este derecho. Llegará un día en que todos los enfermos reivindicarán la unción como hoy suspiran por una cita temprana en la Seguridad Social.     

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