Lidiar con el terrorismo

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Hay un viejo axioma que dice que el país con mejores poetas al final triunfa. La fuerza de un pueblo, se basa, en  último término, no en su fuerza militar, sino en su fe, en su fibra moral, en su imaginación y en la visión de sus poetas, artistas, filósofos y sacerdotes.
 
Nunca ha sido esto más verdadero, ni más difícil de creer, que en nuestra lucha contra el terrorismo y contra la violencia despiadada, provocada por el mismo terrorismo en todo el planeta. Hacer las paces con el terrorismo, como estamos dolorosamente aprendiendo, requerirá más que armas de fuego y poder militar. Se va a exigir nueva imaginación, nueva poesía y una elasticidad moral a las que no estamos acostumbrados. Éste es un tipo diferente de enemigo, que parece que, cuanto más se le aplasta, más crece.

La novelista Bárbara Kingsolver, en un libro de ensayos titulado "Small Wonder" (Pequeño Milagro, o Maravilla), describe de forma brillante el tema que estamos afrontando:

"Este nuevo enemigo no es una persona o un lugar, no es un país; es una pura y temible ira, extendida como una especie de elemento bruto parecido al fuego.  No puedo sensatamente  declarar la guerra contra el fuego, o pretender razonablemente que vive y se oculta  en un secreto escondrijo, como algún personaje malvado de tebeo o tira cómica, esperando yo irracionalmente, mientras mi super-héroe lo localiza y luego lo arrastra hacia fuera, y yo, a mi vez, aplaudo con emoción y entusiasmo. Intentamos desesperadamente personificar a nuestro enemigo precisamente de esa manera, y ¿quién puede echarnos la culpa  por ello? Es todo lo que sabemos sobre cómo obrar ante tal enemigo. Declarar la guerra contra un cuerpo humano frágil y después quitarle su aliento…, así es como se ha eliminado al enemigo en todos los tiempos, desde que Dios era niño y desde que el hombre era mucho más niño aún".

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Pero ahora nos enfrentamos a algo nuevo: un enemigo al que no podemos matar, porque consiste en un odio y una cólera extendidos, mucho más fuertes que la necesidad física de que sus soldados de a pie entreguen gozosamente sus vidas en su servicio. Nosotros, que vivimos justamente en este momento, no somos la causa de ese peculiar enemigo  -en cambio, mil hambres históricas se combinaron juntas para crearlo-;  pero eso sí, somos la diana de su ira.  Amenazamos a este odio, y se acrecienta. Hacemos añicos las vasijas que lo contienen, y dobla su volumen como un mágico veneno líquido que se vierte a sí mismo en muchas otras vasijas que están a la espera. Matamos a sus líderes, y se hinchan y agrandan hasta dar la talla de mártires y héroes. Este terror nos exige ahora algo que la mayoría de nosotros no hemos considerado: cómo calmar a un enemigo mortal por medio de algunas tácticas más efectivas que las de ir simplemente contra él con el mayor garrote en la mano.  

El enemigo, al final, como puntualiza Kinsolver, no es una persona, un país, o una religión, sino el odio mismo. Sólo el odio puede  provocar  este tipo de enfermedad, el asesinato indiscriminado perpetrado en nombre de Dios. Sólo el odio ve el asesinato como martirio. Y como Kingsolver advierte, nosotros no somos su causa, sino su diana. Esto no quiere decir que algunas de las cosas que hemos hecho en la historia, y algunas de las cosas que hacemos aún hoy día, no tengan la culpa por ayudar a crear esa situación de odio (es de sabios preguntarnos "¿Por qué?", cuando alguien nos odia con tanta fuerza), pero el tipo de odio que fomenta el asesinato en nombre de Dios apunta a más fuentes que aquellas por las que nos echan la culpa. Más aún, este tipo de odio no se puede vencer con armas, ya que el proceso correcto no es como luchar contra un ejército; es como luchar contra una plaga; la gente muere, pero la enfermedad continúa para infectar a otros, por  millones.

Entonces, ¿qué hacer? Aun contando con que la fuerza militar nunca podrá finalmente dominar esto, no queremos decir que no sea necesario contenerlo.
Es necesario contener una enfermedad o una plaga, aun cuando se lucha contra ella. Pero, al final de la jornada, ganar esta batalla requerirá algo más que armas y bombas. Ganar -lo que finalmente significa persuadir y convencer-,  exigirá poesía, imaginación y una visión derivada de una religión auténtica.

La escritora Kingsolver, buscando alguna visión, se inspira en la historia griega de Jason y de Argonauta; Jason se encuentra enfrentándose a un tipo especial de dragón que, cuando lo matan y su cadáver cae al suelo, se hace aún más mortífero, ya que cada uno de sus dientes germina y produce inmediatamente un nuevo dragón, completamente armado. Y así, cada vez que mata a un dragón, el enemigo se multiplica. Él se da cuenta de la complicación de su situación: cada vez que mata a alguno, tiene más  enemigos contra los que luchar. Finalmente una mujer que le quiere, Medea, le susurra un secreto: El odio muere solamente cuando se vuelve contra sí mismo. Jason acepta su consejo, renuncia a su espada, y a cambio encuentra una forma de arrojar una roca misteriosa que provoca un disturbio interno en la guarida de dragones, por lo que sus enemigos tienen que luchar entre sí. Más tarde Medea le muestra también una forma de inocular un elixir de satisfacción en la boca de los dragones dormidos, de forma que así permanecen tranquilos y pacíficos.

El odio muere solamente cuando se vuelve contra sí mismo. Hacemos bien en tratar de contenerlo, pero al fin solamente se le puede derrotar desde dentro. Mientras tanto, necesitamos mejor poesía.     

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