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Lidiando con Nuestra Complejidad

Ron Rolheiser (Trad. Carmelo Astiz, cmf) -

En un libro sobre predicación titulado “Diciendo la Verdad”, Frederick Buechner reta a todos los predicadores y escritores espirituales a hablar con “tremenda honestidad” sobre la lucha y esfuerzo humanos, aun dentro del contexto de fe.

No presentéis las cosas fácilmente edulcoradas – y aconseja:

“Que el predicador diga la verdad. Que haga audible el silencio de las noticias del mundo, con el sonido apagado, de modo que en ese silencio podamos oír la verdad trágica del evangelio que nos muestra que el mundo donde Dios está ausente es una oscura y resonante vaciedad; y la divertida verdad del evangelio, que muestra que es en lo profundo de esta ausencia de Dios donde Dios se hace presente a sí mismo, de manera tan poco probable y en gente tan poco probable que los ancianos Sara y Abrahán y quizás, andando el tiempo, también Pilatos y Job… y tú y yo, nos reímos hasta que nos saltan las lágrimas, que ruedan por nuestras mejillas. Y, por fin, que el predicador proclame esta victoria de la comedia sobre la tragedia, de la luz sobre la oscuridad, de lo extraordinario sobre lo ordinario, como el cuento que es demasiado bueno para no ser verdad, porque descartarlo como no verdadero es descartar juntamente con él el aliento entrecortado, el latido y el estímulo del corazón a punto de llorar o acompañado ya de lágrimas, lo cual, según creo, es la intuición más profunda que tenemos de la verdad”.

Al leer esto, me acordé de algunas de las predicaciones en mi parroquia cuando yo era muchacho. Me crié y crecí en una pequeña comunidad, protegida, labradora, inmigrante, en el corazón de las praderas canadienses. Nuestros párrocos, hombres maravillosamente sinceros, tendían sin embargo a predicarnos como si fuéramos un grupo de idílicas familias en la serie de TV, “La Casa de la Pradera”. Nos manifestaban lo contentos que estaban de servirnos a nosotros, sencillos labradores, que vivíamos vidas sin complicación, lejos de los problemas de los habitantes de las grandes ciudades.

Siendo joven y viviendo una vida protegida no siempre se digería bien. En primer lugar, yo no me sentía ni muy sencillo ni muy libre de complicación. Abrigaba un profundo desasosiego y tuve mi cuota de tristezas y aflicciones. Sentía ya entonces, como lo siento aún ahora, que tanto la vida humana como el corazón humano tienen una profundidad que se sitúa siempre, parcialmente, más allá de nuestro alcance. Además, nuestra comunidad, por más maravillosa que fuera, también tenía su cuota de crisis nerviosas, suicidios y tensiones interpersonales. Por fuera a veces parecía que fuéramos como las “casitas de la pradera”, pero por dentro siempre se estaban gestando cosas más profundas. Nadie se escapa ni del maravilloso misterio ni del confuso patetismo de la complejidad de la vida.

El arte bueno es bueno precisamente porque asume en serio esa complejidad y dirige una luz hacia ella de manera tal que no resuelve la tensión con demasiada facilidad. El arte pobre, por el contrario, es invariablemente sentimental, precisamente porque no toma esa complejidad en serio, sea rehusando reconocerla o resolviéndola con demasiada facilidad.

Lo mismo vale decir de la auténtica teología y de la espiritualidad. Necesitan tomar en serio la complejidad del corazón humano. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo, planteó una vez la cuestión: ¿Cuál es el objeto adecuado de la voluntad y del entendimiento humano? Con palabras contemporáneas preguntaría: ¿Qué objeto satisfaría completamente cada uno de nuestras dolores y anhelos? Su respuesta: Todo ser, todo, todo lo que es. Habríamos de saber y estar de alguna manera conectados activamente a todo lo que existe para que nuestras mentes y corazones inquietos lograran la paz plena. Dado que esto es imposible en esta vida, no habríamos de ser ingenuos en predecir con qué frecuencia o normalidad nuestras vidas serán afectadas por la inquietud y la complejidad.

El gran don de los escritos de Henri Nouwen es que nos introducen a la complejidad de nuestras propias vidas y entonces nos permiten comprender la complejidad como algo normal. No somos necesariamente supercodiciosos, supersexuados o superinquietos. Somos simplemente seres humanos normales, caminando dentro de nuestro pellejo humano. Así siente la vida real. Aparece también eso como una clara verdad en la Escritura y en los Evangelios. La Escritura está llena de historias de personas que encuentran a Dios y que contribuyen a dar lugar al Reino de Dios, aun cuando sus propias vidas estén con frecuencia cargadas de desorden, confusión, frustración, traición, infidelidad y pecado. No hay seres humanos sencillos, inmunizados contra las complejidades espirituales, sicológicas, sexuales y relacionales que nos acosan a todos nosotros.

Y al fin, eso es algo bueno: Entre otras cosas porque nos mantiene siempre conscientes, con frecuencia contra nuestro temor y pereza, de que el misterio de la vida es infinitamente mayor que aquel con el que estábamos cómodos la mayor parte de las veces. Nuestra complejidad patológica nos presiona siempre hacia una luz más brillante.

Importante también: ser conscientes y aceptar la complejidad patológica de nuestras propias vidas puede convertirse en el espacio donde finalmente encontremos los hilos de empatía y de perdón: La vida es difícil para todo el mundo. Todo el mundo se siente herido. No tenemos por qué echar la culpa a nadie. Todos estamos acosados por los mismos asuntos y problemas. Comprender y aceptar eso puede ayudarnos a perdonarnos unos a otros – y después a perdonarnos a nosotros mismos.

    
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