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Lidiando con Dios

Ronald Rolheiser (Traductor: Carmelo Astiz, cmf) -

Nikos Kazantzakis, en sus memorias “Informe al Greco”, comparte esta interesante anécdota: Cuando joven, pasó un verano en un monasterio. En esos días mantuvo una serie de conversaciones con un monje anciano y venerable. Un día le preguntó al monje:

-“Padre, sigue usted todavía luchando con el demonio?”
El anciano monje replicó:
-“No, solía hacerlo cuando era más joven, pero ahora me he vuelto ya viejo y estoy cansado, y el demonio se ha vuelto viejo también y parece que se ha cansado de mí. Yo lo dejo en paz, tranquilo, y él me deja también tranquilo a mí”.
-“Entonces, su vida será fácil ahora…”, subrayó Kazantzakis.
-“Oh , no”, replicó el monje,  “ahora es mucho peor. Ahora me toca lidiar con Dios”.


Esa observación está preñada de contenido.  ¡“Me toca lidiar con Dios”! Entre otras cosas sugiere que, en la recta final de la vida, las luchas pueden ser muy diferentes de las que libramos anteriormente. Normalmente gastamos la primera mitad de nuestras vidas luchando con la sensualidad, la avaricia y la sexualidad, y pasamos la otra media parte de nuestras vidas  lidiando con la ira y el perdón -  y con frecuencia esa ira se centra, aunque de modo inconsciente, en Dios. Al final, con quien realmente lidiamos es con Dios.

Pero lidiar con Dios tiene otro aspecto diferente. Nos invita a una manera específica de oración. La oración no tiene por qué ser precisamente una simple aquiescencia a la voluntad de Dios. Se supone que es un asentimiento a Dios, sí, pero un asentimiento maduro, que llega al final de una larga lucha.

Comprobamos esto en la oración de las grandes figuras, en la Sagrada Escritura: Abrahán, Moisés, Jesús, los Apóstoles… Abrahán discute con Dios e inicialmente quiere disuadirle de destruir a Sodoma. Moisés al comienzo rehúsa la llamada de  Dios, alegando que su hermano es mucho más idóneo que él  para la misión; los apóstoles se excusan por mucho tiempo antes de arriesgar y encaminar finalmente sus vidas; y Jesús se entrega a sí mismo en el Huerto de Getsemaní sólo después de suplicar primero a su Padre un aplazamiento. Como afirma el rabino Heschel, desde Abrahán hasta Jesús vemos cómo las grandes figuras de nuestra fe no suelen decir fácilmente: “Hágase tu voluntad”, sino que, con frecuencia, al menos por un tiempo, replican a la invitación de Dios con un “Cámbiese tu voluntad”.

Lidiando con la voluntad de Dios y ofreciendo resistencia a aquello para lo que él nos convoca, puede ser algo incorrecto, pero puede ser también una forma madura  de oración. El libro del Génesis describe un incidente en el que Jacob forcejea con un espíritu durante toda una noche y, a la mañana siguiente, el espíritu contrincante resultó ser el mismo Dios. ¡Qué icono tan atinado para la oración! ¡Un ser humano y Dios, lidiando en el polvo de esta tierra! ¿Acaso no describe eso acertadamente la lucha humana?

Haríamos bien en integrar esto  -el concepto de forcejear con Dios-  en nuestra comprensión de la fe y de la oración. Cuando simplificamos demasiado las cosas, no honramos ni a las Escrituras ni a nosotros mismos. La voluntad humana no se doblega fácilmente  -ni tiene por qué hacerlo-,  y el corazón tiene complejidades que hay que respetar, aun cuando tratemos de refrenar sus nostalgias y anhelos más posesivos. El Dios que nos creó comprende esto, y está preparado para la tarea de lidiar con nosotros y con nuestra resistencia.

Los místicos clásicos hablan de algo que llaman “ser atrevidos” con Dios.  Esta “audacia”  -sugieren-  ocurre no al comienzo del camino espiritual, sino más   bien hacia su fin, cuando, después de un largo período de fidelidad, tenemos suficiente intimidad con Dios justo como para ser “atrevidos” con él,  como dos amigos que se han conocido e intimado durante mucho tiempo tienen el derecho a ser “atrevidos” el uno con el otro.
 
Ésa es una intuición valiosa: Después de una larga amistad, puedes sentirte cómodo expresando a tu amigo o amiga  tus necesidades y, en el contexto de una profunda y prolongada relación, el respeto y  reverencia incondicionales no son necesariamente un signo de madura intimidad. Los viejos amigos, precisamente porque se conocen y se fían el uno del otro, pueden arriesgarse a ser “atrevidos” en  su amistad, mientras que amigos más recientes, con intimidad todavía inmadura, no pueden “atreverse” a tanto.

Así ocurre también en nuestras relaciones con Dios. Dios espera que en algún momento  “pataleemos” contra su voluntad y ofrezcamos alguna resistencia. Pero deberíamos someter siempre nuestros corazones con total honestidad. Así lo hizo Jesús.

Dios espera alguna resistencia. Como dice Nikos Kazantzakis:

“La lucha entre Dios y los humanos estalla en cada uno de nosotros, junto con el anhelo de reconciliación. La mayoría de las veces esta lucha es inconsciente y corta.  Un alma débil no tiene el aguante para resistir a la carne durante mucho tiempo. El alma se hace pesada, se vuelve ella misma carne, y así la lucha acaba. Pero entre personas responsables, que guardan sus ojos fijos día y noche en el deber supremo, el conflicto entre  carne y espíritu estalla sin piedad y puede durar hasta la muerte.  Cuanto más fuertes sean el alma y la carne, más fructuosa será la lucha  y más rica la armonía final. El espíritu quiere ese deber de vérselas  con la carne, que es fuerte y altamente resistente. El espíritu es un pájaro carnívoro que está siempre hambriento; come carne y, al asimilarla, la hace desaparecer”.
 

    
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