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Léon Bloy (1846 – 1917)

Ángel Sanz Arribas, cmf -
“No existe más que una tristeza, no ser santo”

Querido Léon:

    Qué nombre tan bien puesto: ¡León! En tu caso era toda una biografía. Contra Cristo o a favor de él, fuiste siempre una fiera que sabía rugir o acariciar, como todos los leones de raza. Las medias tintas no iban contigo. ¿Independiente, exaltado, loco? Tú mismo te defines en la dedicatoria de uno de tus libros: “Algunas veces, al releer este libro, me da la impresión de que hice algo grande. Tal vez sólo se trate de la ilusión de un mísero que confunde sus propias lágrimas con la Vía Láctea”.

    Tu madre, devota mujer española, te había enseñado los primeros rezos, pero el eco de tu primera comunión se apagó como una lamparilla sin aceite: “Yo perdí la fe muy pronto. La furia extrema de las pasiones nacientes lo había dominado todo. Pasaron varios años así, durante los cuales, el orgullo, la sensualidad, la pereza, la envidia, el desprecio y el odio más feroces, se acumularon en mí y crecieron hasta el paroxismo. Hubo un momento en que el odio a Jesús y a su Iglesia llegó a ser el único pensamiento de mi corazón”.

    ¿Recuerdas el día en que viste pasar a tu admirado Barbey d'Aurevilly, «condestable de las letras», y te fuiste tras él?
-“¿Qué desea usted, joven?”.
-“Contemplaros”.

    Y nació una amistad que fue decisiva para ti. Barbey no llevaba una conducta modélica, pero tenía fe y admiraba a la Iglesia. Él te ayudó a abrir los ojos. En 1869, a tus 23 años, te confesaste y volviste de nuevo a Dios, pero... cuántos bandazos todavía. El gran don vino a través de Juana Molbech, una danesa luterana, convertida luego al catolicismo. Tu matrimonio con ella (1889) te ayudó a asentarte definitivamente.

    En vida te dijeron de todo. Unos pocos te beatificaron; admiraban tu pobreza  (“no teniendo dinero que dar, doy mi tiempo y mi fatiga”), tu fogosidad de converso peregrino del absoluto, la hondura y el vigor de tu fe. Otros,  muchos más , se empinaban para mirarte desde la altura: “Bloy es un espíritu inferior, un cerebro estéril, un mendigo que para extorsionar algunos centavos, abre su alma doliente a las visitas de los papanatas mirones”. ¿Cómo se llamaba el brillante autor de estos juicios? Nadie lo recuerda. No cabe decir lo mismo de quien se aventuró a ponderar tu prosa: “He aquí un caso único; un escritor, quizá el mejor dotado de su generación”, escribió Rubén Darío. Otro testimonio con firma: “Para mí, la vida se divide en dos partes: la que precede y la que sigue al encuentro de León Bloy”, confesaba el ferviente pensador católico Jacques Maritain.  Porque tú, querido León, tuviste mucho que ver en la conversión del matrimonio Jacques y Raïsa Maritain, de cuyo bautismo fuiste padrino; también en la de Termier y Feval, o en la de Pieter y Cristina van der Meer.

    Habría que releer el hermoso Diario de un convertido “Nostalgia de Dios”, de Pieter, para sacar algunas conclusiones. Sobre todo cuando dice: “Bloy me ha señalado el camino que conduce a Dios”. Y más adelante: “Con todo mi corazón doy gracias a Dios por haberme conducido al lado de este hombre”. O habría que aludir al eco de tus treinta libros y de tu copiosa correspondencia. Pero hoy basta recordar la célebre frase que escribiste al final de ‘Mujer pobre’: «No existe más que una tristeza, no ser santo», porque antes de estamparla en el libro la habías grabado a fuego en tu corazón.     
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