La soledad nos da una buena lección

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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

Hace unos años tuve una sesión de orientación espiritual con un joven, cuyo forcejeo con la soledad parecía ser contrario a lo normal. En vez de intentar librarse de ella, estaba preocupado por miedo a perderla. Tenía poco más de veinte años, enamorado de una joven maravillosa, pero estaba en conflicto interior sobre casarse o no con ella, porque temía que el matrimonio pudiera interferirse con su soledad y, según sus palabras,  hacerle “una persona más superficial, con menos capacidad para ofrecerse a Dios y al mundo”.

“Entro a un lugar”, decía, “y automáticamente miro a ver si encuentro una cara triste, alguien cuya apariencia sugiera que hay cosas más importantes en la vida que ir de fiestas o que cotillear sobre las últimas noticias de los famosos”. Existe el peligro de identificar con excesiva simpleza la pesadez con la profundidad; pero no era éste su caso.

“Dentro de mí luchan dos imágenes”, decía. “Cuando tenía yo quince años, mi padre murió. Vivíamos en el campo; y mi padre sufrió un fuerte ataque de corazón.  Lo introdujimos a empujones en el vehículo; y mi madre estaba sentada con él en asiento trasero, sosteniéndolo, mientras yo conducía, a mis quince años. Yo estaba totalmente asustado. Por desgracia, mi padre falleció de camino al hospital, pero murió en los brazos de mi madre. Por más triste que fuera esto, había algo de belleza en ello. He sentido siempre que esa es la manera como me gustaría morir, sostenido por alguien muy querido. Pero, mientras esa imagen me atrae con fuerza al matrimonio, miro también la forma cómo murió Jesús, solo, abandonado, sin nadie que lo sostuviera en sus brazos, en un abrazo solamente de algo transcendente, y me siento atraído a eso también. Hay nobleza en eso que no quiero dejar escapar. Ese puede ser también un buen modo de morir”.

Este joven temía perder su soledad, aun cuando saludablemente anhelaba la intimidad. No sabía explicar claramente por qué se sentía atraído a la soledad de Jesús en la cruz, salvo que intuía que ese sentimiento era de alguna manera algo noble, algo profundo y algo que le daría profundidad y nobleza.

Otros han estado en ese mismo lugar antes que él, entre ellos Jesús. Por ejemplo, el filósofo alemán Soren Kierkegaard, cuando joven, renunció al matrimonio por la misma razón por la que mi joven amigo lo temía. Acertada o desacertadamente, sintió que lo que  tenía que ofrecer al mundo estaba enraizado dentro del sufrimiento de su propia soledad y que solamente podría propiciarlo al mundo, en adelante, desde ese centro y, en el caso de estar menos solo, tendría menos que ofrecer. ¿Tenía razón?

La fecundidad de su vida, a saber, la cantidad de gente (el Padre Henri Nouwen entre ellos) que se sintió curada y fortalecida por sus escritos, atestigua la verdad de su intuición. ¡Por sus frutos los conoceréis! Kierkegaard es el santo patrón de los solitarios. Pero, como mi joven amigo, se sentía también en conflicto interior por lo que ese sentimiento le afectaba. Muy poca gente le comprendió y esto le sumergió en “la tristeza de haber percibido y entendido algo verdadero – y luego verme a mí mismo incomprendido”. Confesó también que vivía la maldición “de no permitirme nunca dejar que nadie se uniera a mí profunda e íntimamente”. Tomás Merton, el famoso monje trapense americano, comentando sobre este mismo punto, dijo una vez que la ausencia de intimidad matrimonial en su vida constituía  un “defecto en mi castidad”. Este tipo de profundidad se paga caro.

¿Por qué, a pesar de un inconveniente tan obvio, los Kierkegaards de nuestro mundo se sienten atraídos a la soledad, en la creencia de que ésta posee la llave a la profundidad, a la empatía y a la sabiduría?  ¿Qué hace la soledad en nuestro favor?
Lo que la soledad hace en nuestro favor, especialmente la soledad muy intensa, es desestabilizar nuestro ego y hacerlo demasiado frágil para podernos sostener de una manera normal. Lo que ocurre entonces es que comenzamos a desenmarañarnos, a sentir que nos vamos desencolando, a darnos cuenta de nuestra pequeñez y a saber, en las raíces profundas de nuestro ser, que necesitamos conectarnos a algo más grande que nosotros para sobrevivir. Pero esa es una experiencia muy dolorosa y tendemos a huir de ella.

Sin embargo, y esto es una gran paradoja, esta experiencia de soledad intensa  es uno de los medios privilegiados de encontrar la respuesta profunda  a nuestra búsqueda de identidad y de sentido. Porque desestabiliza nuestro ego y nos desorienta, la soledad nos pone en contacto con lo que subyace a nuestro ego, a saber, el alma, nuestro yo más profundo. La imagen y semejanza de Dios radican ahí precisamente, como radican ahí así mismo nuestras más nobles y divinas energías. Ésta es la verdad existente detrás de la creencia de que en la soledad hay profundidad.

Y así la moraleja es ésta, seas casado o soltero: 

Aquí va el consejo de un antiguo poeta persa, Hafiz:

No entregues tu soledad tan rápidamente.
Déjala que corte y cale en ti más profundo.
Que te haga fermAentaEr y te sazone
como pueden pocos ingredientes humanos o aun divinos.
Algo que falta en mi corazón
esta noche ha vuelto mis ojos tan suaves,
mi voz tan cariñosa
y mi necesidad de Dios
absolutamente clara.

 


Foto por Cia de Foto

    

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