LA OFERTA EDUCATIVA DEL FUTURO

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Sumario:

1.    EL PRESENTE, MORADA DEL FUTURO
2.    DESDE EL PUNTO DONDE HAYAMOS LLEGADO, SIGAMOS ADELANTE
(Fil 3,16)
3.    INDICADORES PARA UNA PROPUESTA EDUCATIVA DEL FUTURO
3. 1. Centrar la atención en la persona del educando
3. 2. Mantener clara la inspiración evangélica
3. 3. Compartir la misión evangelizadora de la Iglesia
3. 4. Promover la proyección social
4.    DIRECTORES PARA LA ESCUELA DEL FUTURO

NOTA: Esta conferencia, fue entregada a la imprenta el 7 de septiembre de 1999 y pronunciada en el V Congreso de “Educación y Gestión” (Madrid) el 20 de noviembre del mismo año. Entre tanto, durante el mes de octubre, tuve oportunidad de participar en el Sínodo para Europa y pude apreciar que las recomendaciones hechas en torno a las escuelas católicas confirman lo aquí expuesto.

LA OFERTA EDUCATIVA DEL FUTURO

Este Congreso, organizado por “Educación y Gestión” para los directores de los centros educativos católicos, ha pretendido hacerse cargo de la situación presente de la educación en orden a seguir prestando un servicio de calidad en el futuro inmediato. En este contexto se me ha propuesto resaltar los criterios que deberían guiar a la escuela católica en los comienzos del siglo XXI.

Tal vez debería comenzar excusándome por haber aceptado esta conferencia. Ni el pasado ni el presente justifican el atrevimiento de haber dicho que sí a los organizadores. No poseo otra carta de crédito que el asombro y el aprecio que sigo experimentando cada vez que me encuentro ante quienes consagran su vida a la educación de los niños y jóvenes. También, no lo oculto, me ha movido el anhelo de compartir la responsabilidad, tantas veces recordada, que todos tenemos en la acción educativa de la Iglesia. En la educación de las nuevas generaciones estamos, de una u otra manera, todos implicados y, de hecho, influimos sea positiva o negativamente.  Si puedo aportar un granito de arena, al menos para animar a seguir adelante, aquí tienen Vds. estas reflexiones.

1.    EL PRESENTE, MORADA DEL FUTURO

La educación ha sido siempre “aventura” y, por lo mismo, proyecto arriesgado  que se realiza entre el temor y la esperanza. El futuro aparece como categoría y horizonte de estímulo para el educador, quien, en toda circunstancia, tiene ante sí las preguntas radicales que se hacía Kant: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me es lícito esperar?

Hacer una propuesta educativa para el futuro supone ser muy conscientes de cómo estamos viviendo el presente, de cuáles son los desafíos  y las oportunidades que se nos presentan. “El presente es la morada del futuro”. En el presente, en la realidad histórica que nos toca vivir, encontramos la raíces de la esperanza.

Con cierta sorpresa he ido viendo cómo algunos autores recalcan las tintas oscuras sobre el futuro de la escuela católica poniendo de relieve los aspectos negativos que pueden comportar los cambios bruscos y profundos que se están operando en el orden científico, político, económico, cultural, social y eclesial en este final de milenio. Hay quienes se asustan ante la transformación que se está produciendo en el mundo de las ideas, de las creencias, de las convicciones y, por lo mismo, de los sistemas de comunicación y de los estilos de vida. No acaban de entender cómo se van eclipsando los modelos de relación en la familia, en el trabajo, en el tiempo libre, en la vida política y en la práctica religiosa.

Lo normal sería resaltar, a la vez, los nuevos caminos que se van abriendo para responder a los grandes retos que tiene hoy la humanidad. Que estemos en un momento delicado, con cuestionamientos más profundos que los que estábamos acostumbrados, no quiere decir que no haya vía de salida y de esperanza. Lo que se nos puede estar pidiendo es que miremos el futuro con mayor madurez humana y teologal. Por eso, hemos de distanciarnos por igual de las vagas ilusiones y de las neuróticas ansiedades, tratando de  aprovechar cada oportunidad para renovar la escuela.

El siglo que termina ha sido un siglo reservado, cauteloso y preocupado frente al futuro. Efectivamente, hay razones para ello, como son: las grandes y las pequeñas guerras; los ingentes adelantos científicos, sobre todo en la biología y en la tecnología de la informática; la explosión demográfica y el movimiento migratorio humano con los consiguientes conflictos interraciales; el crecimiento de los desequilibrios entre norte y sur y el aumento del desempleo,  la marginación y exclusión; la progresiva globalización que conjuga desarraigo e interdependencia, soledad y comunicación, pobreza y riqueza; las nuevas relaciones entre sexos y la desintegración familiar; el progresivo deterioro ecológico, etc.

 La Iglesia también constata sus propios desafíos a la hora de vivir la fe y ejercer su misión evangelizadora. Podemos enumerar entre otros: la unidad en el pluralismo, el ecumenismo, el diálogo interreligioso, el diálogo fe-cultura, el indiferentismo o paganización de algunos creyentes o la desilusión y el cansancio de otros, la creciente ruptura entre conciencia individual y valores objetivos, el relativismo ético, etc. Sigue siendo interpelada sobre la participación de los laicos, particularmente de la mujer, en la Iglesia. Todo lo cual provoca preguntas últimas nada fáciles de contestar y que tienen su repercusión en la escuela.

Por otro lado, hay que reconocer que termina el milenio con la expectativa de alumbrar un hombre nuevo y una nueva civilización. Probablemente nunca ha existido una conciencia tan viva sobre la libertad y dignidad de la persona. En este siglo han alcanzado muchos pueblos la emancipación de sus colonizadores. Se ha ido extendiendo la democratización de las sociedades. Las ciencias humanas han experimentado un gran desarrollo. Se habla de un nuevo tipo de hombre más “creativo”, que vivirá en una sociedad globalizada, mundializada y mediática. Desde hace décadas se ha venido denunciando la insuficiencia de la ciencia y de la técnica para dar sentido a la vida y, más recientemente, se ha puesto en evidencia la trampa de ciertos mesianismos ideológicos y políticos. Cada vez está más comprobado que el pensamiento cuantitativo no es el único parámetro de crecimiento y que la felicidad humana se asienta en la vivencia de valores superiores. Una de las notas más sorprendentes de nuestro siglo es la cantidad de hombres y mujeres que han demostrado en su vida, en su trabajo, en su arte, en su lenguaje, que estaban movidos por un vigor extraordinario. Es como si el Espíritu les hubiera poseído para dar testimonio de su presencia y de que sigue actuando en nuestro tiempo. Estamos siendo partícipes, y espero que también artífices, de una cultura de la libertad, de la creatividad y de la solidaridad, si bien sólo será consistente cuando reine la paz y la justicia. La Iglesia misma, aun reconociendo las limitaciones que todos padecemos, está ofreciendo por doquier signos de su capacidad de futuro. Desde el Concilio Vaticano II viene repitiendo que se halla en una nueva primavera del Espíritu. Hay quienes piensan que el futuro milenio será el milenio del Espíritu y que vamos a terminar este siglo con un clamor universal por la espiritualidad .

No hace falta hacer muchos análisis sobre los rasgos característicos de la juventud que nos rodea para prever qué generaciones nos esperan. Seguramente que serán portadoras de nuevos valores y cualidades, como los aporta cada generación que se hace presente en la historia. Pero, al tenerlas que formar, los educadores se van a encontrar con una sensibilidad, una visión y una manera de comportarse que se distancia mucho de los parámetros en los que ellos se hallan instalados. Conociendo los rasgos propios con que se presentan, no habrá que perder de vista que la imagen de Dios, impresa en cada uno de los niños y jóvenes, también quiere revelarse en este tiempo de cambio epocal, en la postmodernidad.

En una situación así, llena de contrastes y sumamente compleja, no es de extrañar que muchos se pregunten si la escuela católica se halla habilitada para llevar adelante su específico proyecto educativo. No hay que descartar el riesgo de la desilusión y del desencanto porque ha venido a menos la esperanza, pero mucho va a depender del talante con el se enfrentan al futuro. Quien tiene grandeza de alma siempre acierta con la respuesta exacta que pide cada encrucijada.

Una condición que se va a hacer indispensable es la confianza en la misión recibida . El educador cristiano no está en la escuela por propia iniciativa sino por vocación y por fidelidad a la misión que ha recibido como don de servicio; como entrega en el amor a lo que enseña y a quienes enseña. Somos conscientes de que la educación en el comienzo del milenio no va a transcurrir por caminos trillados y conviene que los educadores se arriesguen en las fronteras de lo desconocido. Se van a ver envueltos en medios de muchas incertidumbres. Al educador no le va a ser suficiente la garantía de ser un buen profesional, sino que habrá de revivir la energía que le dan la vocación y la misión para hallarse en condiciones de abrazar la complejidad de la realidad y darle sentido. Esta misión sigue siendo legítima, actual y capaz de ofrecer a las nuevas generaciones razones para creer y razones para esperar . La confianza de la que se habla no significa terquedad, ni ciega voluntad de cumplir deseos que generan vanas ilusiones. Es más bien la actitud de firmeza de quien se sabe envuelto en un misterio de gracia y aprovecha las posibilidades que ofrece el acontecer histórico. Esta confianza es la primera condición para alumbrar el futuro con esperanza, pues conlleva la convicción de que la abrumadora brutalidad de los hechos que oprimen y reprimen la realidad no han de tener la última palabra y que de una forma milagrosa e inesperada la vida está preparando el acontecimiento creador que abrirá el camino a la libertad y a la resurrección .

2. DESDE EL PUNTO DONDE HAYAMOS LLEGADO, SIGAMOS ADELANTE (Fil 3,16)

La escuela católica en España tiene experiencia de haber recorrido un largo camino de conversión, discernimiento y nuevas propuestas. Sus últimos 25 años son verdaderamente ejemplares para otras muchas escuelas dentro y fuera del Estado español. Ha tenido que desprenderse de muchas adherencias, superar no pocas ambigüedades y afrontar un buen número de  contrariedades y reales dificultades para subsistir y renovarse. Hoy, al menos en el marco doctrinal, goza de una buena autocomprensión de su identidad y misión en la Iglesia y en la sociedad y se siente segura de estar contribuyendo considerablemente a la renovación pedagógica y didáctica, al progreso cultural y social, a la armonía familiar y a la acción evangelizadora de la Iglesia.

Nietzsche decía que “el que posee su por qué de la vida, se aviene a casi todos los cómos” . Quiere decir que si la escuela católica en España posee una clara comprensión de quién es y para que está, es de esperar que, desde su capacidad creadora y de improvisación, pueda dar respuesta a los desafíos que se le presenten e impulsar y orientar los cambios que se están registrando ya en nuestro mundo. Saber cómo estamos es ya un dato positivo sobre el que apoyarse para seguir avanzando .

Durante los procesos de renovación eclesial y de transición política la escuela católica no fue juguete de los acontecimientos. Tampoco fue mera espectadora de lo que estaba sucediendo. Aunque, como las demás instituciones, fue zarandeada y sometida a crisis, supo sobreponerse y ser agente de transformación, avivando la conciencia de la sociedad sobre los derechos y libertades y trabajando con ahínco por alcanzar una educación para todos de calidad y en libertad. Pudo dar la sensación, en algunas ocasiones, de estar a la defensiva y de hallarse un tanto crispada; de quedar bloqueada por el debate social y de correr el riesgo de no levantar vuelo en sus planteamientos, pero, en su conjunto, procuró orientar toda su actividad a la luz del Evangelio y su aspiración constante fue situarse en la vanguardia de la educación integral de la persona. Sin hacer concesiones innecesarias al elogio, se puede afirmar que su actitud fue siempre discernidora, purificadora e innovadora, tanto en su estructura como en el quehacer educativo.

Hoy es clara su voluntad de seguir prestando una educación de calidad y de seguir preparando los educadores que acompañarán a las nuevas generaciones en la travesía del porvenir desconocido, que les enseñarán a resistir los “choques del futuro”, que les ayudarán a recomponer la armonía personal y que les impulsarán a construir una sociedad responsable y solidaria.

El grado de bienestar alcanzado ha sido fruto de muchos esfuerzos realizados por las distintas instituciones eclesiales y por la colaboración de cuantos dedican su vida a la educación . A nadie que observe atentamente el cambio que se ha producido en los colegios católicos, le puede pasar desapercibida la composición plural del cuadro de agentes en la educación, los nuevos  métodos en la enseñanza, la participación de los laicos, el dinamismo pastoral, la atención prestada a la familia, la sensibilidad suscitada en torno a la paz y la justicia, y los compromisos adquiridos ante las nuevas situaciones de pobreza, marginación, injusticia y violencia.

Han sido muchas las asambleas, los congresos, las jornadas de estudio y pastoral, los círculos de reflexión, etc., en los que, una y otra vez, los responsables de los centros y los educadores se han visto obligados a repasar los cuestionamientos recibidos, a dialogar y a revisar criterios, y a tomar decisiones frente a problemas legislativos y laborales. Se han esclarecido  aspectos teológicos, jurídicos y pastorales sobre el puesto y quehacer de las instituciones educativas cristianas. Basta repasar la abundante bibliografía existente para verificar lo que acabo de decir. Muchas de las publicaciones contienen descripciones vivas y realistas del escenario en el que están moviéndose actualmente los agentes de la educación. Estas descripciones, suficientemente conocidas, nos llevan directamente a fijar la atención en la propuesta de criterios y compromisos en la educación en el futuro inmediato.

Antes de enumerarlos y describirlos me parece obligado resaltar que, en el camino recorrido por las comunidades educativas cristianas, hubo momentos de reflexión y de oración en los que los educadores compartieron sus preocupaciones en torno a temas educativos con mirada de largo alcance. Situándose por encima de los conflictos cotidianos y de los contratiempos legislativos, económicos, pedagógicos, laborales, etc, supieron abrirse a los amplios horizontes que la sociedad y la Iglesia les ofrecían. Fueron ocasiones propicias para  ensanchar la mirada y hacer crecer la magnanimidad de espíritu, que no sólo ayudaron a soportar la adversidad, sino que favorecieron la creatividad y suscitaron un nuevo talante para animar y reorganizar los servicios.

Desde esta experiencia, que ha sido confortante y ha consolidado la identidad de la escuela católica en España, habrá que seguir abordando las nuevas legislaciones, las nuevas órdenes ministeriales, los nuevos contratos o acuerdos que vayan surgiendo. Sobre todo, habrá que seguir atentos a lo que el Espíritu pide a las comunidades educativas. El siempre es espíritu creador, innovador, renovador. Es la luz y el guía para el futuro. Nos puede estar pidiendo una revisión a fondo de nuestro modo de estar presentes y de servir desde la enseñanza.
 
Posiblemente en el futuro los centros católicos sean menos en número, pero no serán marginales. La condición de minoría no equivale a condición residual. La reducción de centros y de alumnado no es reducción de energías y de influencia. Estando como está preparada, la escuela católica adquiere una función histórica nueva, con nuevas obligaciones y nuevas posibilidades.

3. INDICADORES PARA UNA PROPUESTA EDUCATIVA DEL FUTURO

Una época nueva postula una escuela nueva. Se trata de formar al hombre nuevo, capaz de poner todos los descubrimientos adquiridos al servicio de la humanidad y de alzarse por medio de lo visible a lo invisible.

Últimamente los educadores no se preguntan tanto sobre el futuro de los centros educativos cuanto sobre cómo preparar los centros para el futuro . Quizá este cambio de acento en la preocupación sea la expresión de lo que estamos viviendo. Aunque nos hallemos más serenos frente a los cuestionamientos radicales en torno a la legitimidad y viabilidad de la presencia de la Iglesia en la educación, seguimos estando sometidos a la prueba de la verificación, de si estamos teniendo escuelas verdaderamente católicas. Ahí está, pues, el reto de la credibilidad y, sobre todo, el de la efectiva realización de una escuela católica.  No basta la objetiva legitimidad de que la Iglesia tenga centros de enseñanza. Es preciso que los que están en ellos y las estructuras que dirigen lleven adelante un proyecto educativo católico. Porque, sin darnos cuenta, podemos llegar a tener una buena etiqueta sobre un envase vacío. La credibilidad de nuestro servicio educativo pasa no tanto por la plausibidad social y eclesial, sino por un programa de autenticación cristiana. No es suficiente el reconocimiento de las familias, el bienestar de los profesores o la satisfacción de los alumnos. Tras este reconocimiento puede esconderse un cúmulo de intereses de diversa índole que posponen la razón última de nuestra presencia y servicio en la enseñanza. 

Hacer escuela católica es algo más que tener un centro registrado como tal. Supone configurar efectiva y no sólo declarativamente el centro como católico. Algunos tienen cierto reparo en que su centro aparezca con todas las características que le son propias a la escuela católica. No han acabado de liberarse de aquella malintencionada imagen del “colegio de religiosos” que evocaba elitismo, intransigencia, intolerancia, oscurantismo, etc. Otros apoyan un proyecto educativo “neutro” por lo incómodo  que es definir el centro como católico, sabiendo que asisten al mismo no creyentes o miembros de otras religiones. Olvidan que una escuela, verdaderamente católica, es, ante todo, un centro donde se busca la verdad y se promueve el diálogo para encontrarla; ayuda a crecer en la libertad y a ejercitar la responsabilidad; inculca la caridad y practica la solidaridad, particularmente con los más pobres y necesitados.

Al cumplirse los treinta años de la creación de la Oficina para las Escuelas Católicas y los veinte años de la publicación del gran documento “La escuela católica” (19-III-1977), la Congregación para la Educación Católica ha publicado una carta circular titulada “La escuela católica en los umbrales del tercer milenio” (28-XII-1997). Está dirigida a todos los que se hallan comprometidos en la educación escolar y pretende ser palabra de aliento y esperanza, balance de situación y exhortación a tomarse en serio algunas notas características de la escuela católica en este momento histórico. Las orientaciones ofrecidas tendrán muy distinto eco según las circunstancias por las que atraviesa la escuela católica en un país u otro. Posiblemente nos parezca que son consideraciones ya superadas en España, dado el largo y ponderado proceso seguido. De todos modos, he querido hacer mención de este documento porque hace síntesis de los principios que rigen toda escuela católica y no nos conviene dar por supuesto lo que siempre es necesario.

Para la selección de los puntos que sugiero me he guiado de la experiencia ajena, contrastada con la reflexión de los mismos educadores, y de la luz que he recibido en distintos foros de Iglesia. Propongo estos cuatro: 1) Centrar la atención en la persona del educando; 2) Mantener clara su inspiración evangélica; 3) Hacer que la comunidad educativa sea sujeto activo en la misión evangelizadora de la Iglesia; y 4) Promover su proyección social. Son cuatro criterios que se hallan mutuamente implicados. Es imposible tocar uno sin hacer alusión al otro. También implican otros aspectos que forman parte del proyecto educativo del futuro, pero no todos se pueden abordar.

3. 1. Centrar la atención en la persona del educando

El mito del progreso indefinido, amparado por los avances técnicos y científicos, ha quebrado. Se constatan demasiadas desilusiones ante el progreso, tanto en el orden económico y social, como ante los modelos de identificación ofrecidos por los medios de comunicación. Se extiende la convicción de que este tipo de propuestas no es la única solución para alcanzar la dignidad y calidad de vida de la persona (hombre/mujer). El progreso material no colma las aspiraciones más profundas del ser humano. Los muchos conocimientos, por otro lado tan dispersos y fragmentados, no garantizan aquella sabiduría que le descubre al hombre el verdadero sentido de su vida en la historia. De ahí la falta del aprecio por la vida y de respeto por el otro; que no cese la explotación de seres humanos ni la violencia en sus diversos grados; que tengamos una gran parte de la juventud desmotivada, vacía e indiferente ante los valores morales y religiosos. Por otro lado, crecen las aspiraciones a participar en la vida social y política, las ansias de paz y de solidaridad, el empeño por salvaguardar la creación. Lo cual está pidiendo personalidades fuertes, íntegras, bien preparadas y responsables para hacer una seria crítica a las cosmovisiones cerradas y a los humanismos reduccionistas; para desenmascarar las sospechosas, confusas y ambiguas axiologías; para quebrar los absolutismos introducidos en torno a la política, la economía y la sexualidad; y para romper los silencios estratégicamente impuestos sobre el valor de la vida, la trascendencia y la religión.

Cada vez se hace más urgente realizar una pedagogía decidida y netamente personalista y cristiana, subrayando en ella los valores centrales de la dignidad de la persona -imagen de Dios-, de la autorrealización, del diálogo en la verdad y en la caridad y el compromiso cristiano . Todas las otras preocupaciones que nacen de los medios (estructura, materias curriculares, métodos, tiempos, etc), han de estar subordinadas a la persona del educando que tiene derecho a ser ayudado a desarrollar todas sus capacidades para el propio bien y el de los demás .   

El alumno ha de ser orientado a descubrir el misterio de su ser personal, que es inalienable, y a conducirle  hacia su “centro interior” en el  que sus cualidades, aspiraciones, disposiciones y acciones encuentren identidad, posesión, unidad y sentido. En ese “centro interior” escucha la voz de Dios, experimenta su vida como vocación, que es un don magnífico, un valor irrenunciable y una tarea trascendente. El alumno tiene que ser consciente de que ocupa un puesto único e insustituible en el universo y que su quehacer es intransferible en la sociedad. 

Hoy interpela especialmente a la escuela católica el número de pobres y de inmigrantes. También son personas llamadas por Dios a vivir dignamente, en filiación y fraternidad, y a ser felices en este mundo. La pobreza, la exclusión, la marginación cobra formas de expresión en la vida social de muchas maneras. Los pobres, que no tienen posibilidad de acceso a una educación adecuada, y la presencia de tantos inmigrantes obligan a reconsiderar el estilo educativo para acoger y formar a  niños y jóvenes de culturas, razas y religiones diversas.

Sin duda todos estamos convencidos de la necesidad de subrayar en el quehacer educativo una exquisita atención a la persona del educando. Lo difícil es llevarla a la práctica con corazón libre y generoso. ¿Cuántos educadores se hallan disponibles interiormente para transmitir y contagiar una vida dignificada por la interioridad, la sabiduría, la invocación, la renuncia, la magnanimidad…? ¿Cuántos centros son expresión de una comunidad educativa que acoge, ayuda a crecer como personas abiertas, dialogantes, tolerantes, participativas, responsables, servidoras? La vocación del educador está puesta a prueba, cada día, al acercársele los niños y jóvenes y pedirle con sus miradas, sus palabras, sus deseos un estímulo para vivir ilusionados, para ser felices. También cada centro siente que debe atender a cuantos llaman a sus puertas y hasta ahora  le eran  extraños: los inmigrantes, los hijos de los no creyentes, los que profesan otros credos. 
   
3. 2. Mantener clara la inspiración evangélica
   
La pedagogía personalista de la escuela católica se inspira en el Evangelio, pues “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” . A poco que examinemos la situación de indiferencia religiosa y la crisis de la moral, nos daremos cuenta de la apremiante necesidad de promover una escuela católica sin complejos, que se inspira en la Palabra de Dios, celebra la Vida y se alimenta con los Sacramentos.

La comunidad educativa de la escuela católica antes de ser docente es discente; es una comunidad discipular, que se deja enseñar por Jesús, por su Palabra y su Espíritu; se deja enseñar  por quienes han recibido el carisma o el ministerio de la orientación; se deja enseñar por los acontecimientos discernidos e interpretados desde la fe. Este talante discipular le habilita para enseñar y hacer discípulos. Comunica la Verdad previamente amada, perseguida y padecida, hecha vida en su propia existencia.
 
Palabras como Dios Padre, Jesucristo, Espíritu Santo, María, Iglesia, cruz, resurrección, amor.., no son cristianamente educativas mientras no tengan incidencia y resonancia en la vida de los educandos; mientras no les lleven a la conversión, al seguimiento de Jesús, a la comunión eclesial, a un mayor compromiso por la justicia  en favor de los más pobres. Nuestra aspiración ha de ser llegar a que la comunidad educativa viva responsablemente ante el Dios de la Vida y de la Historia, porque no podemos contentarnos con que los profesores sean cristianos, ni con que a los alumnos se les den contenidos cristianos. Hay que procurar que las bienaventuranzas de Jesús adquieran expresión personal y social, que los pobres -los amigos de Jesús- sean también nuestros preferidos y por ellos nos comprometamos a promover la justicia y a revisar nuestras instituciones y vinculaciones, a solidarizarnos en sus luchas y a promover la igualdad de oportunidades.
     
Las generaciones actuales son más sensibles a los signos que lo fueron las nuestras. La presencia de las imágenes de Jesús Maestro, de María, Madre y Maestra de la comunidad educativa, y del Fundador/a del Instituto no son objetos meramente decorativos. Evocan un modo de ver y de actuar que está presente en todo el proyecto educativo.

En estos últimos años se ha hablado mucho de la refundación de la vida consagrada. La Unión de Superiores Generales se ha ocupado del tema en la Asamblea de noviembre de 1998 . “Refundar” es una palabra que no alcanza el consenso para fijar el contenido o significado, pero encierra una fuerte intención provocativa y despeja toda tentación de querer contentarnos con pequeños retoques y superficiales arreglos cuando deberían hacerse planteamientos más profundos. Es una palabra que induce a la búsqueda y va desde la renovación a la revitalización, de la reestructuración al “aggiornamento”, desde la adaptación a la reforma. Esta palabra brota en un momento en el que estamos necesitando vivir con mayor profundidad y significatividad la herencia carismático-pedagógica en los contextos culturales y sociales en que nos movemos .

Hablar hoy de refundar la Escuela católica sería tanto como devolverla a la frescura de sus orígenes, de sus motivaciones evangélicas, y llenarla de utopía y creatividad, de generosa entrega al ideal que persigue y de ajustarla a las nuevas necesidades .

De hecho, en los orígenes de los Institutos consagrados a la educación nos encontramos con hombres y mujeres que supieron encender la llama de la utopía y de la mística en favor de la enseñanza cristiana. Su inspiración evangélica, su lectura carismática de la realidad, su laboriosidad y fortaleza de ánimo, su confianza en la providencia divina y su estilo de vida pobre estaban a la base de sus centros educativos. ¿Qué ha pasado con el correr de los años? La respuesta es fácil. Hemos entrado en el mundo de la modernidad, de la racionalización de los medios, de la competencia en las propuestas educativas, de la necesidad de cubrir las obligaciones impuestas por las leyes y nos hemos ido profesionalizando. Lo cual era bastante obvio y necesario. Pero no hemos sabido superar todos los riesgos. A pesar de que los valores que manejamos en las propuestas educativas son los de la tradición humanista y religiosa, ¿no se nos está pegando el lenguaje y las actitudes de la sociedad laica e industrializada y dejamos entrever que, sin darnos cuenta, nos ha ido minando el microbio de la utilidad, del prestigio, del triunfo, de la eficacia, del poder, del éxito y de la competitividad?

El mapa que actualmente tenemos de presencias y servicios educativos católicos, en buena parte, procede de un contexto de cristiandad y de abundancia de vocaciones a la vida consagrada. Nos hemos acostumbrado a él y tratamos de mantenerlo a base de ingentes sacrificios, pues eran necesarias grandes transformaciones para acoplarlas a las nuevas exigencias pedagógicas y legislativas. También con docilidad a las orientaciones pastorales de los Obispos, quienes se resisten a la disminución de centros en sus diócesis. Pero deberíamos alargar la mirada, siguiendo la luz que nos ofrecen los orígenes de las fundaciones y las motivaciones profundas del por qué continuamos dedicándonos a educar a la niñez y juventud, y reconsiderar el mapa educativo en España para volver a intentar ir donde más pueden necesitarnos. El retorno a las fuentes de inspiración provoca, frecuentemente, reformas .

3. 3. Compartir la misión evangelizadora de la Iglesia
   
La Iglesia realiza su misión evangelizadora a través de diversos medios y, entre ellos, está la escuela. Cada vez es más reconocida, al menos teóricamente, la fuerza evangelizadora de la escuela. Va creciendo el número de educadores laicos católicos para los que la misión evangelizadora no es algo sobreañadido a su profesión, sino un verdadero ministerio eclesial. La comunidad educativa, cuando toma conciencia de la situación religiosa de nuestra sociedad secular y su progresivo avanzar hacia la increencia, se siente interpelada y urgida a ofrecer más explícito “el anuncio del nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” . Sabe que, sin disminuir las exigencias de la escuela católica  ni la calidad profesional, debe llevar a los jóvenes a una experiencia más profunda de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Se siente comprometida a hacer síntesis entre fe y cultura, entre fe y vida. La pedagogía de cómo haya que llegar a este objetivo supone asumir, tanto la realidad histórica y social, como la situación de la comunidad educativa.

Destacar la dimensión comunitaria en la escuela, como ámbito de diálogo, participación y corresponsabilidad en todas las áreas, permite comprender mejor la afirmación de Pablo VI: “Evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial” .

Teniendo esto en cuenta, señalo como tercer criterio para el futuro de la escuela católica: “compartir la misión evangelizadora de la Iglesia”, tanto a nivel de centro, como del colectivo “Escuela Católica”.

En estos últimos años se ha dado un hecho en la Iglesia del todo insólito en la historia precedente: la frecuente celebración de los Sínodos eclesiales. El Sínodo es un “camino en común”, “camino recorrido juntos”. Es una forma de expresarse y de hacer Iglesia. Estas celebraciones han permitido reafirmar la conciencia que la Iglesia tiene de ser misterio, comunión y misión y el valor que concede en su vida y misión a la participación y a la  corresponsabilidad de las distintas vocaciones. Los últimos tres sínodos trataron sobre los laicos, los sacerdotes y los consagrados. Fueron oportunidades para resaltar la multiplicidad e intercambio de dones, la variedad y complementariedad de los carismas y ministerios. Cada Sínodo es, sin duda, una manifestación de la presencia del Espíritu en la Iglesia que la hace estar viva y la estimula a celebrar, a testificar y a anunciar la Buena Nueva del Reino.

Este hecho es paradigmático para las instituciones eclesiales por lo que comporta de convergencia, reciprocidad y participación en la vida y misión evangelizadora. Desde él se puede apreciar el alcance de lo que implica para la escuela católica: ser sujeto eclesial; ser lugar de autentica y específica acción pastoral; ser ámbito de educación integral, de inculturación y de aprendizaje de un diálogo entre jóvenes de ambientes sociales y religiosos diferentes; ser espacio de experiencia eclesial, de la que la comunidad cristiana es matriz . Se entiende más adecuadamente la misión compartida en la escuela por religiosos, sacerdotes y laicos, ofreciendo una imagen viva de la Iglesia y haciendo más fácil el conocimiento de sus riquezas . Y también se explica mejor por qué “se recuerda que ella realiza la propia vocación de ser experiencia verdadera de la Iglesia sólo si se sitúa dentro de una pastoral orgánica de la comunidad cristiana” .

En consecuencia, de cara al futuro la escuela católica se habrá de expresar como comunidad rica en dones del Espíritu, llena de vida y de belleza por la complementariedad y armonía de los carismas y ministerios que la integran y la dinamizan. “A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para provecho común” . En el “nosotros” de la comunidad educativa los padres, los profesores, las comunidades religiosas y cuantos colaboran en la educación actúan desde las propias y específicas responsabilidades. Todos cooperan, cada uno desde su propio don. Compartir la vida se vuelve testimonio de comunión y primera palabra de evangelización en un mundo individualista e insolidario. Por eso, también de la escuela católica podemos decir que está llamada a ser “experta en comunión”, testigo y artífice del proyecto de comunión que constituye la cima de la historia según Dios . La comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión.  Una comunidad educativa cristiana que vive intensamente su  comunión para la misión, tiene descartado el narcisismo y está siempre disponible para ayudar a crecer a los jóvenes en los valores que profesa. Cuando la escuela católica descubre que su razón de ser última es compartir la misión evangelizadora de la Iglesia se hace parábola de comunidad cristiana para el futuro, pues se siente dentro de la dinámica de la  plena humanización y de la fraternidad universal iniciadas por una explosión de amor en la encarnación del Verbo .
 
El otro nivel, en el que hay que subrayar el compartir la misión eclesial en la evangelización, es el que corresponde a la actuación del colectivo “Escuela Católica”. La expresión “Escuela Católica” hace referencia no sólo al centro de inspiración cristiana, que tiene carácter proprio basado en los valores del Evangelio y reconocido por la autoridad eclesiástica competente, sino también al colectivo de instituciones que tutelan, orientan y prestan servicios a los diversos sectores del personal de estas escuelas y a sus entidades titulares correspondientes. Este colectivo es plural y agrupa instituciones bastante diferentes.

Hace algunos años, urgidos por las circunstancias, hubo una especie de preocupación por coordinar las instituciones implicadas en la educación cristiana en orden a hacer frente común para defender derechos y promover  libertades. La reflexión sobre la coordinación desembocaba  siempre, como es lógico, en el tema de la comunión eclesial, requisito indispensable para la evangelización. No faltaban, a la hora de sacar consecuencias, llamadas a la revisión del talante eclesial con que se debía entrar en diálogo y realizar las negociaciones con los representantes de los diferentes estamentos sociales y políticos. Hoy, en los umbrales del tercer milenio, la necesaria coordinación de estas instituciones pasa por un proyecto de Iglesia que no acabamos de diseñar o plasmar vitalmente.

En la Asamblea del Episcopado (abril, 1998) hablé de los Organismos de colaboración para la evangelización en la Iglesia española . Hice referencia a la necesidad de una adecuada coordinación de instituciones, comisiones y proyectos pastorales. Cuando son tantos los desafíos que tenemos, no podemos tomarnos el lujo de estar cada uno defendiendo su torre de marfil. Estamos en la Iglesia necesitados de personas competentes  y  de recursos económicos para llevar adelante nuestras instituciones y no nos paramos a considerar que mantenemos muchas organizaciones o actividades paralelas duplicadas o triplicadas. Esto, lo sabemos bien, supone un gran derroche de energías y de eficacia. Así perdemos cohesión y credibilidad.

La institucionalización de las relaciones de quienes están comprometidos en el servicio eclesial y social de la «Escuela Católica» ha de brotar de la sintonía espiritual y de la aspiración común por dar respuesta al imperativo de una misión que se hace eficaz desde la comunión y la coordinación de esfuerzos. Sería lastimoso que porque no se han purificado suficientemente las motivaciones, o se han tergiversado los objetivos, o no se han medido las consecuencias en las estrategias, hubiera que renunciar a ese ideal tan fecundo para la evangelización.
    
Si contemplamos el cuadro de instituciones que se hallan comprometidas en la «Escuela Católica», nos daremos cuenta de la necesidad que existe de aclarar identidades, motivaciones, objetivos, estrategias y servicios en cada una de ellas. Es urgente saber quién es quién en la «Escuela Católica» y, desde la legítima diferencia, constituir un “nosotros” coherente que pueda hacer efectiva la misión evangelizadora de la Iglesia. Este es el fin último que hemos de perseguir en todo momento. Por eso, sólo si las Instituciones representantes se identifican como católicas y se ajustan a la propia condición y función se logrará el pretendido proyecto evangelizador en el que la «Escuela Católica» tiene reservado un puesto y una responsabilidad frente a la cultura de la increencia, de la injusticia y de la muerte.

Importa sobremanera cuidar el talante eclesial en nuestro modo de defender, promover y guiar la «Escuela Católica». Por talante eclesial entiendo esa actitud interior que brota en el corazón del creyente y le hace compartir todo el dinamismo del amor hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia. Quien tiene talante eclesial tiene una mentalidad, usa un lenguaje y adopta un modo de obrar que tiene como fuente y meta la comunión eclesial, que luego se traduce en misión, testimonio, estilo de vida. El cómo en el cristianismo es esencial ; también en la «Escuela Católica». Es importante evitar todo equivocismo y dejar claro cómo hacemos, desde la «Escuela Católica», Iglesia, es decir, cómo contribuimos a que la Iglesia sea signo e instrumento de salvación, “luz de las gentes” y “esperanza de los pueblos”. El talante eclesial ofrece el criterio para ordenar las pertenencias y vinculaciones y dota de significado todas las actividades.

Es elemental que existan conflictos y tensiones a la hora de querer realizar ese gran proyecto de Iglesia desde la «Escuela Católica» porque la realidad de la escuela es en sí misma muy compleja y se producen situaciones dialécticas que no son fáciles de armonizar. Pero no conviene olvidar que los centros católicos hunden sus raíces y se nutren en el misterio, en la comunión y en la misión de la Iglesia. Su eclesialidad es más profunda y abarcante que lo que puedieran revelar los aspectos organizativos, funcionales y utilitarios. Por eso hay que estar de sobreaviso para entender correctamente y desde presupuestos amplios y profundos el alcance de esos conflictos que puedan surgir entre Instituciones. Es, a la vez, el  mejor correctivo para evitar riesgos tan serios como el afán de absorverlo todo por el autoritarismo de unos o la desintegración por la desafección de otros, que se sienten incapaces de asumir las bases de convergencia, de interdependencia y, en algunos casos, de subordinación.

3. 4. Promover la proyección social

Subrayo, en este cuarto criterio para una propuesta educativa del futuro, la palabra promover. Ya, por su naturaleza, la escuela católica desarrolla una función  pública y un servicio social. Ofrece un proyecto educativo de calidad dentro del pluralismo escolar y afirma la libertad y el derecho de las familias a escoger el tipo de educación que desean dar a sus propios hijos . Es una institución-en-relación y, por lo mismo, ha de cuidar la referencia a la familia, al entorno socio-cultural, económico, político y religioso. Es consciente de la importancia que tiene su vinculación y cooperación con otras instituciones que, como ella, están comprometidas en la misión de educar al ser humano. Es obvio que, dadas sus específicas características y sabiéndose llamada a ser agente de transformación del mundo según el designio de Dios, tenga que estar pendiente de las necesidades, de las carencias, de lo que puede ser mejorado; y, para ello, promover la apertura, la convivencia y el progreso social en lo económico, cultural y religioso.

El proyecto educativo cristiano tiene una buena dosis de utopía. Está cargado de ansia de superación. Alimenta “sueños” e “ilusiones”, pero  no ficciones ni huidas de la realidad. Son sueños capaces de evocar otras dimensiones , de trasformar y de crear nuevas realidades. También entra en sus sueños la nueva Europa. Por eso, acepta los desafíos que abre el nuevo marco de relaciones y suma su esfuerzo en favor de la construcción de una verdadera comunidad cívica a través de la educación y la formación. Con gusto colabora en orden a conseguir la igualdad de oportunidades para todos. Quiere ser factor de cohesión social. Se apunta, igualmente, a trabajar por una educación en la sociedad de la información. Para ello, ofrece su modelo alternativo de escuela desde el que quiere seguir ejerciendo su función profética y mantenerse en actitud crítica ante cualquier tipo de instrumentalización de la educación o de reduccionismo en la propuesta de valores. Europa hunde sus raíces en la cultura cristiana. Cuando renuncia a esta herencia pone muros, entra  en contiendas, genera nuevas esclavitudes, produce holocaustos. La escuela católica en Europa, formando a los hombres y mujeres en valores cristianos, quiere ser factor de unidad y de progreso social.

Ahora bien, ¿cuándo se puede considerar que la  Escuela católica está habilitada para promover la novedad en el crecimiento? Cada vez que opta inequívocamente por ser sujeto activo, que orienta los cambios sociales, y lugar de innovación y de anticipación de aquel modelo de vida social que, en cada momento puede ser más coherente con los valores del Evangelio. En un mundo que cambia no es suficiente repetir técnicas y esquemas pedagógicos heredados ni basta la mera adaptación. Nuestros centros promueven el progreso cuando forman hombres capaces de servir y de ayudar a crecer a los demás y en la medida en que, desde la comunidad educativa, ofrecen un  estilo de vida  alternativo en la sociedad plural, exitista, consumista y permisiva. Lo cual está suponiendo, por un lado, que se adopta una pedagogía personalista de inspiración cristiana y, por otro, que la educación es una continua experiencia anticipada de la nueva sociedad que se quiere alumbrar.

La innovación y anticipación, tan arraigadas en la tradición pedagógica católica, se hacen hoy especialmente urgentes para cultivar la gratuidad y el aprecio por la vida, para fomentar el valor de la interioridad y de la responsabilidad, para reconocer, respetar y apoyar los valores de las diversas culturas y religiones, para defender la integración de la creación y fomentar la solidaridad en la vida ordinaria y más allá de las propias fronteras. Hay que estar continuamente inventando la forma de satisfacer las profundas aspiraciones de los jóvenes que llegan cargados de sueños y utopías, dispuestos a acabar con tantas cosas que no les gustan: el hambre, la guerra, la violencia, las injusticias, la idolatría ante el poder, el dinero y el sexo; las discriminaciones, la corrupción, la mentira, la infidelidad y tantas otras lacras sociales.

Los miembros de la escuela de comunidad cristiana (padres, profesores y personal de administración y servicios), más allá del recinto escolar,  van a tener que potenciar su inventiva y creatividad para hacer extensivo su proyecto educativo en el ámbito familiar, en la calle, en el juego, en el tiempo libre, en la vida asociativa juvenil y allí donde ejercen su tremenda influencia los múltiples medios de comunicación. Para poder abarcar este radio de acción con eficacia es imprescindible la preparación continua y  la competencia del educador, que ha de estar a la altura de las exigencias.

Destaco tres puntos sobre los que va a tener que fijar, particularmente, la atención la escuela católica en el futuro inmediato, con la consiguiente capacitación de los educadores:
 
1) Sobre la educación en el discernimiento. En una sociedad en la que los datos van a ser cada vez más abundantes, ofrecidos con mayor rapidez y serán de todo tipo y color, se ha de implicar para formar en los valores y en la jerarquización de los mismos. En definitiva, va a ser imprescindible formar para el discernimiento. La “escuela internauta” está anticipando un modelo de persona, que todavía no estamos en condiciones de definir. El vasto mundo del internet ha abierto la puerta a un futuro que no está descrito en ninguna parte. Ni demonicemos, ni canonicemos la técnica. Tratemos de dominarla y de aprovechar las inmensas posibilidades, los muchísimos recursos que se nos ofrece, para una nueva forma de educar . Estamos ante medios que tienen que usar las personas. Es apasionada la búsqueda de la verdad, de la belleza, de la bondad, sin velos ni subterfugios, sin intransigencias ni exclusiones, con humildad y con paciencia…¡qué hermosa tarea!

2) Sobre la necesidad de incrementar el dialogo de la vida, de las obras y de la experiencia religiosa . Ya he indicado que la escuela abierta a todos, que tanto anhelamos, está puesta a  prueba por motivos étnicos, culturales o religiosos. La apología de lo propio y de la diferencia se está enfrentando al intento del pensamiento único y uniforme que propicia el proceso de globalización. A veces se exagera la legítima defensa de lo diverso y provoca el fundamentalismo y la intolerancia. En este contexto de diversidad contrapuesta, la escuela católica debe ser lugar de encuentro y de diálogo en las dimensiones señaladas. Puede ayudar a superar el etnocentrimo y la homogenización cultural a base de reconocer y aceptar los valores culturales y religiosos de los otros. Es preciso estar bien dispuestos para ejercer la ascésis de la diferencia y para conjugar contrastes en la vida personal y social. En el futuro van a ser valores educativos de alta cotización: la acogida, el diálogo, la renuncia, el discernimiento, la flexibilidad y la tolerancia; en definitiva, la misericordia y la caridad cristianas.
 
3) Sobre la selección de presencias y la reestructuración de servicios. Ya se ha hecho alusión a que crece más y más en el mundo la pobreza, la marginación y el desempleo. Por coherencia con la inspiración y con la finalidad de la escuela católica, los más pobres y desfavorecidos han de ser los privilegiados en nuestra atención. Es verdad que en España es muy difícil trasladar centros que los titulares desearían situar en zonas más necesitadas. También es verdad que aumentan las dificultades para abrir nuevos centros de atención a familias pobres y marginadas. Otro tanto sucede cuando se pretende cambiar de finalidad a los centros para poder trabajar con minusválidos o deficientes. Pero ¿podemos refugiarnos en estas dificultades para seguir donde estamos y como estamos dejando sin atender los clamores de quienes nos esperan? ¿No tendríamos que arriesgarnos y buscar otras salidas?

Dos consideraciones más a este respecto. a) La solidaridad hoy no tiene fronteras. Son muchas las personas que están dedicadas a la enseñanza y costosos los medios que se invierten en los centros del primer mundo, ignorando los millones de niños y jóvenes sin escolarizar o con medios muy escasos para una elemental educación. ¿Qué planteamientos para promover la justicia se están haciendo los centros de la Iglesia? Porque algo tenemos que hacer para evitar estas desigualdades. b) En estos últimos años todas las instituciones educativas están haciendo obras costosísimas para adaptar sus centros a las exigencias de la Reforma del Sistema Educativo. A su vez, en un momento en que está descendiendo de forma alarmante la natalidad y se sabe que el alumnado es cada vez menor en número, algunos centros amplían la cantidad de aulas acaparando el alumnado de los centros católicos colindantes a los que ponen en una situación de difícil subsistencia. ¿Dónde queda el gran proyecto educativo de la Iglesia en el que la colaboración entre centros y entre entidades titulares permita una mayor racionalización de medios y de esfuerzos para asegurar su presencia y poder hacer más extensiva la solidaridad con otras Iglesias u otros Pueblos?

El capítulo 26 del libro del Génesis puede iluminarnos . Isaac creía ser verdadero sucesor de Abrahán porque había recibido la bendición del Señor, un estilo de vida, un cúmulo de bienes y unos pozos. Todo su afán era limpiar los pozos de su padre y seguir poniéndoles el mismo nombre. Esta faena que él cree fidelidad, es objeto de litigio. Sólo cuando se retira, cuando se va al límite del desierto, empieza a excavar, hace su pozo nuevo, saca agua y nadie le molesta. Junto aquel pozo le llegó la visita de Yahvé: “Yo soy el Dios de tu padre Abrahán. No temas, porque yo estoy contigo”. “Allí construyó un altar e invocó el nombre de Yahvé”. Donde se comprueba que Isaac no llega a ser heredero por empeñarse en conservar los pozos viejos con sus antiguos nombres. Se hace heredero ejercitando el arte de excavar pozos en el límite del desierto. Allí encuentra el agua viva. Puede que otro tanto nos suceda a nosotros. La herencia no son los edificios, las obras, las grandes empresas, las tradiciones, los nombres, sino el arte de buscar “agua viva” para  la Iglesia y para los pueblos, aunque tengamos que desplazarnos.

4. DIRECTORES PARA LA ESCUELA DEL FUTURO

Todo lo expuesto hasta aquí está dicho pensando también, y sobre todo, en los Directores de los centros, pues ellos son los primeros responsables de recrear la escuela del futuro. A ellos, a los miembros de los Equipos de Dirección, les compete verificar día a día si se están haciendo vida los criterios que deberán regir la escuela católica en el futuro.
 
¿Demasiada utopía? Para los tiempos en que vivimos, no es tanta. Hoy es necesaria la utopía para mostrar nuestra insatisfacción evangélica, nuestro espíritu crítico, nuestra originalidad e imaginación constructiva y nuestra confianza ante el futuro. Nuestra escuela católica es utópica, sí, porque quiere ser expresión de lo mejor del espíritu humano que siempre intenta colocarse más allá del medio social y cultural en que le toca desenvolverse.

Si los criterios expresados abren paso a la escuela del futuro, ¿qué tipo de director requerirán nuestros centros? Levantar el listón para la escuela católica en la calidad de su vida y de su servicio postula personas adecuadas para la dirección. No quisiera poner las cosas más difíciles, pues todos sabemos los sacrificios que conlleva hoy la dirección de un centro, aunque sea compartida. Pero, si es justo reconocer los méritos de quienes en situaciones de incertidumbre, precariedad y transición dirigen hoy escuelas católicas, también es obligado y beneficioso subrayar las nuevas exigencias que emanan de la escuela que formará cristianamente las generaciones del tercer milenio. No se trata de abrumar a nadie. Simplemente intento animarles a mirar hacia adelante con fundada y renovada esperanza.

El objetivo primordial del Equipo Directivo de un centro católico es tenerlo siempre bien dispuesto para ofrecer una enseñanza de calidad en conformidad con el propio ideario. Pero sabemos que el funcionamiento de un centro es muy complejo y son muchos los factores que intervienen en orden a conseguir su fin. Es preciso conjugar aspectos estructurales, personales, técnicos, pedagógicos, económicos, pastorales, etc. En medio de tanta complicación es obligado retener que tan importante como la claridad de objetivos es la preparación de los directores que tienen la misión de motivar y exigir que se haga lo posible por alcanzarlos.

Por otro lado, como es obvio, la dirección en el futuro no puede ser reducida a la planificación, a la atención de las personas, a la distribución de las funciones del personal del centro, a la estructuración de espacios y tiempos, a la gestión económica. Todo esto, aunque se halle correctamente ordenado, no es suficiente garantía para la previsible dirección de una escuela católica que quiere ser experiencia anticipada de vida eclesial y social en el tercer milenio. No basta que los centros “funcionen” bien desde un punto de vista empresarial. Hay que asegurar que el proyecto educativo evangelizador empape toda la vida del centro. Más aún, no basta hacer pastoral en un centro, es preciso que se halle en permanente estado de misión evangelizadora. Dirigir y gestionar son dos facetas inseparables del servicio del director. Privilegiar una y dejar de lado la otra acarrea no pocos ni pequeños desequilibrios en los centros. Este es uno de los mayores desafíos que tiene hoy todo director.
Ante esta situación seguramente habrá quien pregunte: ¿en qué debería, entonces,  fijar la atención el director de un centro católico? Aunque parezca extraña, mi respuesta es: primordialmente, en sí mismo. Director, con el debido liderazgo carismático, evangélico y pedagógico, se llega a ser. El nombramiento acredita un cierto reconocimiento, pero no lo es todo. Contando con la misión que se le ha confiado y a partir de ella, ha de prepararse y cultivarse para dar vida en el Espíritu a la comunidad educativa. Tiene que partir del supuesto que su presencia en el centro es una presencia de animación y de estímulo. La calidad de las personas cualifica la dirección. Los directores que quieran ser guías y alumbrar el futuro para la escuela católica habrán de fijarse, sobre todo, en si cuentan con suficiente equilibrio y madurez humana; entusiasmo vocacional y buena disposición para el servicio. Frente a la gran complejidad y especialización que envuelve la andadura de un colegio, es preciso asegurar el temple humano, la resistencia y la creatividad.  Los educadores y los educandos necesitan que se les contagie entusiasmo, utopía, vida evangélica y sólo el director, sea sacerdote, religioso o laico, que se halle centrado vocacionalmente en su misión educadora, podrá comunicarla. La buena disposición para el servicio viene exigida porque sólo el amor vence el egoísmo y  quien ejerce la dirección debe olvidarse de sí y no cansarse de amar, de entregarse a los demás. Este es el requisito más fecundo para animar la comunidad educativa.
 
Mucho, y con razón, se está insistiendo últimamente en la profesionalidad del director, como hombre de empresa que de alguna manera es. Y todo lo que se promueva en este sentido, es un favor que se hace a la escuela católica. Pero la calidad de un centro católico desborda los parámetros de la racionalización, de la organización y de la eficacia. También hay que medir la calidad por la importancia concedida a la gratuidad, a la atención de los inadaptados y menos dotados, a la convivencia y a la experiencia religiosa. El director habrá de estar atento a estas tres grandes tareas: académico-pedagógica, pastoral y gerencial. Es lógico que comparta la dirección con los otros miembros del Equipo Directivo, pero el director, responsable último, habrá de vigilar y esforzarse por hacer de la armonía de las tres un instrumento y expresión de la calidad de servicio educativo.

La vida de un director se halla sometida a verdadera tensión entre ser memoria y reivindicación de los valores carismáticos y evangélicos y la de estar exigiendo seriedad, competencia y respons

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