Homilía de Benedicto XVI en la Casa de María en Éfeso

30 de noviembre de 2006
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Queridos hermanos y hermanas:
En esta celebración eucarística queremos alabaral Señor por la divina maternidad de María,misterio que aquí, en Éfeso, en el Concilioecuménico del año 431, fue solemnemente confesadoy proclamado. A este lugar, uno de los más queridos para lacomunidad cristiana, vinieron en peregrinación mis veneradospredecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, quienvisitó este santuario el 30 de noviembre de 1979, pocodespués de un año del inicio de su pontificado.

Pero hay otro predecesor mío que estuvo en estepaís, no como Papa, sino como representante pontificio,desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, y cuyo recuerdo suscitatodavía mucha devoción y simpatía: elbeato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Sentía una gran estima yadmiración por el pueblo turco. En este sentido, me gustarecordar una expresión que se lee en su «Diario deun alma»: «Amo a los turcos, aprecio las cualidadesnaturales de este pueblo, que tiene un puesto preparado en el camino dela civilización» (n° 741).

Dejó, como don a la Iglesia y al mundo, una actitudespiritual de optimismo cristiano, fundamentado en una fe profunda y enuna constante unión con Dios. Animado por esteespíritu, me dirijo a esta nación y, de maneraparticular, al «pequeñorebaño» de Cristo, que vive en medio de ella, paraalentarle y manifestarle el afecto de toda la Iglesia. Con gran afectoos saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Izmir,Mersin, Iskenderun y Antakia, y a otros venidos de diferentes partesdel mundo, así como a los que no han podido participar enesta celebración, pero que están espiritualmenteunidos a nosotros. Saludo en particular a monseñor RuggeroFranceschini, arzobispo de Izmir, a monseñor GiuseppeBernardini, arzobispo emérito de Izmir, amonseñor Luigi Padovese, a los sacerdotes y religiosas.Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio, por vuestroservicio a la Iglesia en esta tierra bendita, en la que, en susorígenes, la comunidad cristiana experimentógrandes desarrollos, como lo atestiguan también numerososperegrinos que vienen a Turquía.

Madre de Dios –Madre de la Iglesia

Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Juan que invita a contemplarel momento de la Redención, cuando María, unidaal Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió sumaternidad a todos los hombres, en particular, a losdiscípulos de Jesús.

Testigo privilegiado de ese acontecimiento fue el mismo autor delcuarto Evangelio, Juan, el único de los apóstolesque permaneció en el Gólgota, junto a la Madre deJesús y a otras mujeres. La maternidad de María,comenzada con el «fiat» de Nazaret, culmina bajo laCruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que «desde elmomento del “fiat” Maríacomenzó a llevarnos a todos en su seno», lavocación y misión materna de la Virgen conrespecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamentecuando Cristo le dijo: «Mujer, ahí tienes a tuhijo» (Juan 19, 26).

Viendo desde lo alto de la cruz a la Madre y a su lado aldiscípulo amado, Cristo al morir reconoció laprimicia de la nueva Familia que vino a formar en el mundo, el germende la Iglesia y de la nueva humanidad. Por este motivo, sedirigió a María llamándola«mujer» y no «madre»;término que sin embargo utilizó al confiarla aldiscípulo: «Ahí tienes a tumadre» (Juan 19, 27).

El Hijo de Dios cumplió de este modo con sumisión: nacido de la Virgen para compartir en todo, salvo enel pecado, nuestra condición humana, en el momento delregreso al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidaddel género humano (Cf. constitución«Lumen gentium», 1): la Familia«congregada por la unidad del Padre y del Hijo y delEspíritu Santo» (San Cipriano, «De Orat.Dom». 23: PL 4, 536), cuyo núcleo primordial esprecisamente este vínculo nuevo entre la Madre y eldiscípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisolublela maternidad divina y la maternidad eclesial.

Madre de Dios –Madre de la unidad

La primera lectura nos ha presentado lo que se puede definir como el«evangelio» del apóstol de las gentes:todos, incluso los paganos, están llamados en Cristo aparticipar plenamente en el misterio de la salvación. Enparticular, el texto utiliza la expresión que he escogidocomo lema para mi viaje apostólico:«Él, Cristo, es nuestra paz» (Efesios 2,14).

Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo no sóloafirma que Jesucristo nos ha traído la paz, sinoademás que él «es» nuestrapaz. Y justifica esta afirmación refiriéndose almisterio de la Cruz: derramando «su sangre», dice,ofreciendo como sacrificio «su carne»,Jesús destruyó la enemistad «para crearen sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo»(Efesios 2, 14-16).

El apóstol explica de qué forma, realmenteimprevisible, la paz mesiánica se realiza en la persona deCristo y en su misterio salvífico. Lo explica escribiendo,mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana quevivía aquí, en Éfeso: «a lossantos y fieles en Cristo Jesús» (Efesios 1, 1),como afirma al inicio de la carta. El apóstol les desea«gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y delSeñor Jesucristo» (Efesios 1, 2).

«Gracia» es la fuerza que transforma al hombre y almundo; «paz» es el fruto maduro de estatransformación. Cristo es la gracia, Cristo es la paz. Pabloes consciente de ser enviado a anunciar un«misterio», es decir, un designio divino quesólo se ha realizado y revelado en la plenitud de lostiempos en Cristo: es decir, «que los gentiles soiscoherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de lamisma promesa en Cristo Jesús por medio delEvangelio» (Efesios 3, 6).

Este «misterio» se realiza, a nivelhistórico-salvífico, «en laIglesia», ese nuevo Pueblo en el que, destruido el viejo murode separación, se vuelven a encontrar en unidadjudíos y paganos. Como Cristo, la Iglesia no essólo un «instrumento» de la unidad, sinoque es también un «signo eficaz». Y laVirgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia es la«Madre» de ese «misterio deunidad» que Cristo y la Iglesia representan inseparablementey que edifican en el mundo y a través de la historia.

Imploremos paz paraJerusalén y para todo el mundo

El apóstol de las gentes explica que Cristo es quien«de los dos pueblos hizo uno» (Efesios 2, 14): estaafirmación se refiere propiamente a la relaciónentre judíos y gentiles de cara al misterio de lasalvación eterna; afirmación, sin embargo, quepuede ampliarse analógicamente a las relaciones entre lospueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo«vino a anunciar la paz» (Efesios 2, 17), nosólo entre judíos y no judíos, sinotambién entre todas las naciones, porque todas proceden delmismo Dios, único Creador y Señor del universo.

Apoyados por la Palabra de Dios, desde aquí, desdeÉfeso, ciudad bendecida por la presencia de Maríasantísima —que, como sabemos, es amada y veneradatambién por los musulmanes—, elevamos al Señoruna oración especial por la paz entre los pueblos.

Desde esta extremidad de la península de Anatolia, puentenatural entre continentes, invocamos paz y reconciliaciónante todo para quienes viven en la Tierra que llamamos“santa”, y que así es considerada porcristianos, judíos y musulmanes: es la tierra de Abraham, deIsaac y de Jacob, destinada a albergar un pueblo que fuerabendición para todas las gentes (Cf. Génesis 12,1-3).

¡Paz para toda la humanidad! Que pronto se realice laprofecía de Isaías:«Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzaspodaderas. No levantará espada nación contranación, ni se ejercitarán más en laguerra» (2, 4).

Todos necesitamos esta paz universal; la Iglesia estállamada a ser no sólo su anunciadora profética,sino más aún su «signo einstrumento». Desde esta perspectiva universal depacificación, se hace mas profundo e intenso el anhelo haciala plena comunión y concordia entre todos los cristianos. Enla celebración de hoy, están presentes los fielescatólicos de varios ritos, y esto es motivo dealegría y alabanza a Dios. Estos ritos sonexpresión de esa admirable variedad con la queestá decorada la Esposa de Cristo, a condición deque sepan converger en la unidad y en el testimonio común.Para alcanzar este objetivo tiene que ser ejemplar la unidad entre losordinarios de la Conferencia Episcopal, en la comunión ycompartiendo los esfuerzos pastorales.

«Magnificat»

La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como un estribillo del salmoresponsorial, el cántico de alabanza que la Virgen deNazaret proclamó en el encuentro con su anciana parienteIsabel (Cf. Lucas 1, 39). También han sido motivo deconsolación las palabras del salmista: «Amor yverdad se han dado cita, justicia y paz se abrazan» (Salmo84, v. 11).

Queridos hermanos y hermanas: con esta visita he querido manifestar nosólo mi amor y cercanía espiritual, sinotambién los de la Iglesia universal a la comunidad cristianaque aquí, en Turquía, es verdaderamente unapequeña minoría y afronta cada día nopocos desafíos y dificultades.

Con firme confianza cantemos, junto a María, el«magnificat» de la alabanza y de laacción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva(Cf. Lucas 1, 47-48). Cantémoslo con alegríaincluso cuando sufrimos dificultades y peligros, como lo atestigua elbello testimonio del sacerdote romano, el padre Andrea Santoro, a quienquiero recordar también en nuestra celebración.

María nos enseña que Cristo es laúnica fuente de nuestra alegría y nuestroúnico apoyo firme, y nos repite las palabras: «Notengáis miedo» (Marcos 6, 50), «Yo estoycon vosotros» (Mateo 28, 20). Y tú, Madre de laIglesia, ¡acompaña siempre nuestro camino!¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros!«Aziz Meryem Mesih’in Annesi bizim içinDua et». Amén.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana] 

Extraido de Zenit.org

    

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