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Fidelidad conyugal

Luis Cabielles de Cos -

¿Quién habla hoy de fidelidad? ¿No se ríen muchos medios de comunicación del presidente de la nación por ser fiel a su esposa? En la sociedad que éstos nos presentan, ¿no es precisamente la infidelidad conyugal, lo más corriente, lo más natural y casi lo más banal?

Nos van lavando la mente: se presenta como bueno lo malo, como gozoso lo triste, como obvio lo injusto, como regla la excepción, como natural lo degradante. Y como las palabras tienen fuerza, también se cambian. Ya no se habla de adulterio o infidelidad -pasó de moda y es muy fuerte para los oídos débiles de esta sociedad decadente- sino de entenderse, querer o amar a otra persona. Y se presenta como triunfo, como una riqueza más, de la vida privada del ciudadano normal.

¿No es esto lo que ven nuestros ojos habitualmente, en imágenes y escritos; y lo que oyen nuestros oídos por la radio o en la calle; y lo que están mamando los niños y adolescentes de hoy? ¿Y quién se atreve ya a hablar de compromiso para siempre en esta cultura posmoderna? ¡Se vive al día, de lo inmediato! ¿Quién puede comprometer su imprevisible futuro?
Pero en realidad la mayoría de las parejas, sacramentales o no, sueñan y anhelan ser totalmente el uno para el otro, luchan por vivir en entrega, en fidelidad, en amor creciente.

De hecho, el hombre es tanto más libre cuanto más se realiza como persona. Y la libertad, don recibido, es también tarea, conquista y esfuerzo en el camino hacia la plenitud del propio yo. Esto exige optar: elegir y renunciar. Nadie puede dar un paso adelante, sin dejar el anterior; ni se puede tomar una dirección sin, a la vez, renunciar a las demás.
No querer optar ni comprometerse, con el pretexto de conservar la libertad, es todo lo contrario de una afirmación de la libertad; elegir el «no elegir» es privar a la persona de un nuevo espacio, de un más elevado nivel y camino de realización y plenitud de sí misma.

Esta reflexión, por otro lado, es para quienes han creído en Jesucristo, en su amor; y en el amor del Padre Dios manifestado plenamente en la muerte y resurrección del Señor, para quienes han creído que El está vivo y actúa en nosotros, en su cuerpo, que es la Iglesia -congregación de todos los que creen en Él-, a través de las personas y de los signos que la constituyen y configuran.

Vosotros, «hijos queridos, no améis al mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, en él no está el amor del Padre. Pues todo lo que hay en el mundo, placer de la carne, placer de los ojos y vanidad de la vida, no procede del Padre sino del mundo. Y el mundo con sus placeres pasa; pero quien hace la voluntad del Padre, ése permanece para siempre» (Un 2,15-17).

¿FIDELIDAD A UN PROYECTO CONYUGAL?

De entrada, no. No es un proyecto el objeto propio de la fidelidad, por importante que éste sea, sino la persona; la otra persona, con la cual -en este caso- me he comprometido a realizar un proyecto común de vida y amor conyugal. El amor para siempre se le dice y se le promete sólo a otra persona. Este es el núcleo y eje inconmovible de la fidelidad: la relación de amor de persona a persona; la alianza de amor, de acogida y entrega al cónyuge para siempre como respuesta a la alianza de amor, a la elección y asunción que el Señor hace de nuestro mutuo amor conyugal.

CREATIVIDAD PERMANENTE

El proyecto común y compromiso de vida y amor irá variando necesariamente. Nunca estará hecho del todo.

Varón y mujer llevan dentro de sí su propia familia -en sus gustos, costumbres, rechazos, valores y contravalores-; nunca terminarán de desprenderse de ella para construir del todo la «nueva», común a los dos.

¿Y cuándo estará pleno, el propio hacerse persona cada uno? Este proyecto común de vida y amor conyugal será tan vivo, tan creativo, tan idéntico y distinto a la vez, como las personas mismas que lo van construyendo. En él irán integrando todo el proceso y progreso personal de cada uno, en su diversidad masculina y femenina, en su diversidad de dones y cualidades, en su diversidad de funciones y tareas, de dentro y fuera de la familia.

Ambos aspectos entrañan un proceso sin fin de autoconocimiento, de entrega y de acogida amorosa del otro, que por sí solo da sentido al «para siempre» del amor conyugal.

¿Y qué decir de las siempre nuevas circunstancias del día a día, y de las etapas específicas de la relación de pareja a io largo de toda una vida? Las primeras adaptaciones conyugales, la gran novedad del primer hijo en la relación conyugal, y cuando se van al colegio, y cuando son adolescentes, y cuando ya jóvenes se van del hogar y éste queda nido vacío, y cuando el varón y la mujer se jubilan y se encuentran de nuevo solos, como antes del primer hijo... ¡Cuántas readaptaciones a ese proyecto vivo de vida y de amor conyugal! Esto sí es fidelidad cambiante, creativa, auténtica; es amor a la persona del cónyuge en su identidad y en su historicidad, en su crecimiento hacia la madurez de sí y de la mutua relación, que nunca se alcanzan del todo.

¿UN PARAÍSO SOÑADO?

¿Es todo esto un paraíso soñado? ¿Soñado y perdido? ¿Un ideal inalcanzable? ¡Quien no sueña no crece! ¡Quien no intuye la cima no asciende! ¡Quien no sabe adonde no anda! ¿De qué, sino de nuestros sueños y aspiraciones más profundas, se sirve Dios para que caminemos hacia la plenitud? ¿Y dónde mejor esa plenitud que en la relación de vida y amor del varón y la mujer? «A su imagen creó Dios al ser humano; a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó»(Gn 1,27).

El pecado manchó y enturbió, ciertamente, esta imagen; pero no la destruyó. Y Cristo vino no sólo a limpiarla y purificarla, sino a elevarla mucho más aún: a los esposos que creen en Él los constituyó en signo -presencia real y efectiva- de su amor, de su donación total y gratuita en su muerte y resurrección.

«NO» AL CÓNYUGE Y AL SEÑOR

La fuerza del Dios creador encarnada en lo más íntimo del varón y de la mujer, en sus aspiraciones y sueños más profundos, y la acción del Espíritu del Señor, que eleva y transforma en sacramento de Cristo el amor conyugal, no siempre son secundados por la libertad humana.

Con frecuencia es la seducción del pecado -personal, original y social- la que actúa en la relación de la pareja, la mina y hasta la destruye. El «no» se reviste de múltiples formas:
-  viviendo cada uno a su aire: en vidas que marchan más por vías paralelas que de acercamiento y unión;
-  dejándose dominar por la monotonía y la rutina de unos roles y funciones repartidas, que se van convirtiendo en propiedad de cada uno, en coto cerrado al otro, en muro cada vez más espeso de incomunicación y separación;
-  siguiendo, a partir de ahí, el señuelo de alguna aventura, imaginando salir así de la monotonía y el aburrimiento con el propio cónyuge.

Infidelidades las hay y las habrá. ¿No negó Pedro a Jesucristo? ¿No llaman los santos padres a la Iglesia, santa y pecadora a la vez?
La libertad humana puede hacer que un compromiso que de suyo pide ser total y definitivo, se quede en algo parcial: parcial en ámbitos de la vida y parcial en el tiempo.

Cuando el cónyuge se reserva muchos rincones de su vivir, que no abre ni regala, ¿no está siendo infiel al amor total, prometido al otro, al Señor y a la comunidad? Y cuando uno, durante muchos años de su vida, dedica lo mejor de su corazón y su interés no al otro, sino al trabajo, a los hijos, al dinero, a la fama, al poder... ¿no está siendo infiel al amor? ¿qué imagen del Dios vivo y qué signo del amor de Cristo están siendo estos casados-solteros para los demás, cristianos o no? Signo que no se ve, que no se percibe, ¿dónde existe?

Se puede seguir casados, no irse con otro/a, y ser fundamentalmente infieles. ¿Por qué hablar de infidelidad sólo cuando un cónyuge se ha unido sexualmente con otra persona? A este momento tan significativo ¿no le habrán precedido multitud de infidelidades en el tiempo, en el interés, en la escucha, en la dedicación al propio cónyuge durante años y años? Secretos, silencios, mentiras, ¿no son otras tantas infidelidades al amor pleno y fiel prometido al otro, y en él al Señor?

¡SED MISERICORDIOSOS!

Cuando un cónyuge rompe su compromiso y se va, se separa o se divorcia -o vive como separado bajo un mismo techo- no es esto algo privado, de ellos solos. Se ha negado y roto en ellos el signo del amor del Señor a su Iglesia, y la imagen de Dios. Cristo ha fracasado en este intento de acercarse amorosamente a los hombres; le han fallado unas manos para acariciar y bendecir; se le han cegado unos ojos para mirar a cada humano con amor y ternura salvadora.
Y toda la Iglesia se entristece y se apena por esta luz que se le apaga, por esta sal que se le hace sosa, por esta fuente de amor que se le seca, por este ámbito de vida y de salvación que desaparece. Llorar como las mujeres en la pasión de Cristo, eso le queda a la comunidad cristiana; y, quizá, reconocer las faltas de ayuda, de acercamiento, de apoyo que, tal vez, tuvo con este matrimonio ahora ya roto; y esperar, esperar y suplicar que el Señor sane y repare lo que nosotros no sabemos cómo sanar ni restaurar.

¿Repartir culpas? ¡Nada, menos cristiano! «No juzguéis, no condenéis, sed misericordiosos como vuestro Padre». En la comunidad cristiana, todos somos corresponsables mutuamente; cada uno desde nuestro don y misión. «Quien no tenga culpa, que tire la primera piedra». Este miembro roto siempre encontrará hermanos y hermanas -aunque no sean, a veces, los más devotos- que le acogerán con misericordia y curarán sus heridas con bondad y ternura. Es el Señor quien le sigue acogiendo y amando en ellos y por ellos.

FUENTES DE LA FIDELIDAD

Pero más fuerte que el hombre es el poder y la gracia de Dios, su amor y gratuidad, manifestados en la muerte y resurrección del Señor. ¿Quién más comprometido? ¿Quién con mayor interés que El, en que la imagen y sacramento de su amor caminen hacia la plenitud, haciendo presente, perceptible y eficaz este amor, en la Iglesia y en la sociedad? ¿Quién más fiel e implicado que Él, en llevar adelante la fidelidad amorosa de los esposos que Él ha elegido para hacer tangible y efectivo su amor fiel a los hombres?

Por medio de las necesidades más profundas de la persona, impulsa el creador al hombre y a la mujer al mutuo encuentro, a la comunicación, a una relación cada vez más íntima y responsable, más personal y gratuita. ¿Cómo si no, ir realizando la radical necesidad personal de amar y ser amado, de ser si mismo y de vivir en creciente transparencia con el otro?

Constituida en sacramento, vocación y misión de Cristo y de la Iglesia, la vida conyugal, de amor y relación, la alimentan los esposos cristianos tomando conciencia creciente de que el Señor está presente en los detalles y campos todos de su vida: hijos, familias, trabajo, estudios, diversiones... todo cuando afecta (y todo afecta) a su vida de amor y relación conyugal. Esta conciencia es fuente inagotable de fortaleza y creatividad, alimento y vida para su amor y relación conyugal.

Los esposos la intensifican avivando su fe y amor a Jesucristo, mediante la escucha, cada uno y en pareja sobre todo, de la Palabra de Dios; por la participación en las celebraciones y sacramentos de la comunidad: eucaristía y reconciliación; mediante la oración (mucho más que rezos) en pareja y en familia; y con las celebraciones familiares de los acontecimientos peculiares de la familia, de la comunidad cristiana y de la sociedad en que viven.

La espiritualidad conyugal se alimenta de las fuentes comunes de toda vida cristiana; pero debe cuidar especialmente las formas propias de la vida conyugal y familiar, sin caer en la fácil tentación de copiar las peculiares de otras formas de vida eclesial, sacerdotales, monásticas o de comunidades de vida consagrada. ¿Cuántas desilusiones de algunos padres de hoy por los hijos que han abandonado las prácticas religiosas, no tendrán por aquí, en parte, su explicación?

Ser fiel es un don del Señor; Él te lo regala en tus decisiones de amar de cada día, en los detalles mil de apertura y de acogida con que cuidas y alimentas el amor a tu cónyuge. Así eres fiel a él y a Él; así Él es fiel, en vuestro amor, a su Iglesia y al mundo.

    
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