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En Busca de la Inocencia

Ron Rolheiser (Traducción por Carmelo Astiz, cmf) -
    Una vez Annie Dillard escribió sobre la inocencia algo así: “La inocencia no es prerrogativa de niños y de cachorros, y mucho menos de las montañas y de las estrellas fijas, que no tienen prerrogativa alguna. No hemos perdido totalmente la inocencia; el mundo no es un lugar tan malo como parece. Como cualquier otro buen don del espíritu, la inocencia está ahí si la quieres, gratuita para quien la pida, como han acentuado otras voces más potentes que la mía. Es posible buscar la inocencia como los perros de caza acosan a las liebres: resueltamente, movidos por una especie de amor, estrellándose contra los riachuelos, aullando y perdidos en campos y bosques, dando vueltas en círculo, saltando sobre setos y colinas, con los ojos muy abiertos, ladrando fuerte a todos los que viven inconscientes del anhelo más profundo e incomprensible, una llama enraizada en el corazón…, y aquel concierto de pájaros gorjeando a coro, como eco que resonaba desde las montañas”.

    Uno de los más profundos apoyos de la moralidad y de la espiritualidad es la inocencia; si no su realización total, al menos ciertamente su deseo. Igual que un niño rebosante de salud anhela la experiencia de un adulto, un adulto sano siente añoranza por el corazón de un niño. Perder el deseo de la inocencia es perder la propia alma. Efectivamente, perder la inocencia es perder la propia alma. Perder totalmente el deseo de la inocencia es una de las cualidades que confirman estar ya en el infierno.

¿Qué es la inocencia?

    Dillard la describe como el estado sin complejo ni cohibición del alma en cualquier momento de pura entrega o  dedicación a cualquier objeto. Para ella, la inocencia es la mirada fija de admiración, el amor despojado de toda lujuria, algo semejante a lo que James Joyce describe en “Un Retrato del Artista como Joven” cuando su héroe, el joven Esteban, ve a una joven medio-vestida en la playa, y en vez de sentirse impulsado por el deseo sexual se siente movido sólo por un asombro y admiración irresistibles.   

    El difunto Allan Bloom en “The Closing of the American Mind” (El Cierre de la Mente Americana)  insinúa que, al fin, inocencia es castidad, y castidad es más que un simple concepto sexual. Para Bloom, tiene que darse un cierto tipo de castidad en todas nuestras experiencias, es decir, necesitamos experimentar cosas sólo si podemos, y cuando podamos, experimentarlas de tal modo que  permanezcamos sólidos, que no nos desintegremos. Sencillamente, perdemos nuestra inocencia cuando experimentamos algo de tal forma que nos “des-aglutina”, que de alguna manera destruye nuestra integridad. Y podemos llegar a “des-aglutinarnos” de muchas maneras –moral, psicológica, emocional, espiritual o eróticamente.

    Bloom, insinúa que hoy a la mayoría de nosotros nos falta castidad y que de alguna manera nos hemos vuelto ya “des-integrados”. Esto, según él, se manifiesta no sólo en tasas disparadas y alarmantes de suicidio, crisis emocional y nerviosa y abuso de la droga y del alcohol, sino, y más comúnmente, en un cierto estado de muerte que nos deja “eróticamente cojos”, sin fuego en nuestros ojos, y con poca dosis de lo sublime en nuestros corazones y en nuestros sueños.

    Pero la inocencia del adulto no es exactamente la inocencia natural del niño. Para un adulto la inocencia ya no puede ser ingenuidad, sino que tiene que ser más bien algo que llamaríamos mejor “segunda ingenuidad”. Es ingenuidad pos-crítica. Tenemos que distinguir entre infantilismo, la inocencia espontánea del niño que está enraizada en la falta de experiencia, y el “ser-como-niños”, la postura pos-crítica de un adulto informado y experimentado, que ha asumido de nuevo el asombro de un niño.

    ¿Cómo definió Jesús la inocencia? Identificó la inocencia con dos cosas: Tener el corazón de un niño y tener el corazón de una virgen: A no ser que tengáis el corazón de un niño no entraréis en el Reino de los Cielos. El Reino de Dios puede compararse a diez vírgenes que esperan al novio.

    Para Jesús, el corazón de un niño es un corazón fresco, receptivo, lleno de capacidad de asombro, lleno de respeto, y que no contiene todavía la dureza y el cinismo que se endurecen dentro de nosotros a causa de las heridas y del pecado. Para Jesús, el corazón de una virgen es un corazón que puede vivir con  paciencia frente a la no-consumación, sin requerir la sinfonía acabada. Es inocente porque puede vivir  sin romper tabúes saludables, sabiendo que, como un niño, muchas de las cosas que desea profundamente no se pueden obtener aún. El corazón del niño es un corazón que todavía confía en la bondad, y el corazón de la virgen no pone en prueba a su Dios.

    En su novela “The Stone Angel” (El Ángel de Piedra), Margaret Laurence describe a una mujer, Hagar Shipley, quien, un día, después de oír casualmente a un niño que la llama “vieja bruja, se examina a sí misma en el espejo y se queda horrorizada por lo que ve.  Apenas reconoce su propia cara, y lo que ve le da miedo. ¿Cómo puede uno, en proceso imperceptible para sí mismo, cambiar y llegar a ser tan diferente, tan frío, tan sin vida, y tan vacío de frescura e inocencia? Esta experiencia nos puede pasar a todos nosotros y, de hecho, nos pasa a muchos de nosotros.

    Si hemos dejado ya de ser el tipo de persona, de la que el niño que llevamos dentro puede hacerse amigo con facilidad, entonces quizás ha llegado ya el momento de buscar la inocencia como los perros de caza acosan a las liebres, decididamente, estrellándose en los arroyos, aullando en los campos perdidos, impulsados por una especie de amor.     
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