El final del día.

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Al atardecer de la vida nos examinarán de amor. Pero mientras tanto, al llegar el fin de cada día podemos hacer unos buenos parciales si sabemos conjugar adecuadamente dos verbos bien cristianos: perdonar y agradecer. Después sólo queda encomendarse en las manos del Padre.

A eso de las 23,30 la mayor parte de los días la boca se ha abierto ya un par de veces. Cuando la noche es ya cerrada, la vida continúa a otro ritmo. Hay que aprender a llevarlo porque encierra sorpresas maravillosas. Despedir puede ser incluso más bello que saludar.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Las once y media de la noche nos desplazan hasta el Apocalipsis. Es nuestra experiencia omega y nuestro momento de «revelación» en el que escuchamos su Voz. El paso del día a la noche nos habla de la muerte. Quizá también de la vida, pero, antes, del examen de ingreso. Se levanta Juan de la Cruz para recordárnoslo: «En el atardecer de la vida seremos examinados de amor». Mientras llega el examen definitivo, los tres minutos del cepillado de dientes o de la bajada de la basura nos permiten parciales aceptables.

En las 16 horas que transcurren desde las 7 de la mañana a las 11 de la noche cabe una eternidad. Da tiempo a hacer una generosa plantación de trigo y de cizaña. No da tiempo -eso sí- a recolectarla. Por esa razón no son muy recomendables los exámenes de conciencia como lista de haberes y deberes. Esta tendencia contable acaba exigiendo una computadora. Mucho ¿no?. Lo más sencillo se basa en la gramática. Basta con cerrar el día conjugando bien dos verbos muy humanos: perdonar y agradecer.

«Otra vez te has pasado con la sal», «¿Te crees que me voy a tirar toda la vida hecha una esclava?», «¡Si lo sé no te hago caso!». Son los mensajes hirientes de la jornada. Pequeños algunos, gruesos y destructores otros. No hay cama que resulte reparadora con un par de archivos de estos en el disco duro. Otra vez acude la Palabra: «Que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Y más insistente: «Sí perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial» (Mt 6,14). Si no… el aprobado peligra.

Algún día será cuestión de nada y bastará un beso suave en la mejilla. Más de una vez el rostro tenso levantará acta de una ofensa de más envergadura y será preciso pedir perdón a las claras, practicar un sacramento casero de la reconciliación. Entonces, si todo nace de dentro, alguien sonreirá como diciendo: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre…». Y acontecerá un milagro. Esta noche se lo dice la mujer al marido. Mañana será el marido a la esposa o ambos a Sergio. Conjugar este verbo antes de que el miedo vaya matando los cariños. He aquí un deporte para entrada la noche.

Otra cosa. Hoy, el peque ha barrido solo la cocina. Beatriz, la esposa, ha estado toda la tarde en el ambulatorio para recoger las placas de su marido. Alberto, el marido, ha estado preparando la cena. Cosas así de simples. Pero hay días en que es como si el cielo se hubiera colado en casa. Esto hay que agradecerlo, que los muchos supuestos acaban matando la confianza. Dar gracias sin ser adulador y sin ser cargante es el fruto de un corazón noble. Es como tener un radar en estado permanente de vigilia para registrar todos los movimientos de amor que se producen en nuestro entorno. ¡Son tantos los detalles de toda una hornada!

Después del vaso de leche y del lavado de dientes, queda poco por hacer. Tal vez sólo mirar por la ventana y descubrir a Dios habitando el misterio de la noche. Luego, con el cuerpo cobijado entre las sábanas, todavía hay unos instantes para agarrarse a la Palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y encomiendo todo: mi existencia pequeña, la gente que me rodea, la que sufre, y el mundo este que camina.

Pasadas las 11.30 «en seguida me duermo, porque tu solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9).

    

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