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El estigma del suicidio

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -

Hace  poco leí, sucesivamente, tres libros sobre el suicidio, cada uno escrito por una madre que perdió a uno de sus hijos por suicidio. Los tres libros son fuertes, maduros, no dados a falso sentimiento y dignos de leerse: Lois Severson, Sanando la herida del suicidio de mi hija: Pena traducida en palabras, perdió a su hija, Patty, por suicidio; Gloria Hutchinson, Daño hecho: Suicidio del hijo único, perdió a su hijo, David, por suicidio; y Marjorie Antus,  Mi hija, su suicidio y Dios: Una biografía de esperanza, perdió a su hija, Mary, por suicidio. Patty y David estaban a mediados de los veinte años, mientras Mary era aún adolescente.

No puedes leer estas biografías sin que se te parta el corazón por esos tres jóvenes que murieron de esta manera tan desafortunada. Lo que estos libros describen en cada caso es una persona muy digna de ser amada, supersensible, que tiene una historia de luchas emocionales y está con toda probabilidad sufriendo de desequilibrio químico. Oír sus historias debería dejarte más persuadido que nunca de que ningún Dios digno de adoración podría nunca condenar a una de estas personas a ser excluidas de la familia de vida simplemente por la manera como murieron. Gabriel Marcel tenía un axioma que decía: Amar a alguien es decir de esa persona: tú al menos no morirás. Eso es doctrina cristiana sólida.

Como cristianos, nosotros creemos que, siendo comunidad de creyentes, formamos el Cuerpo de Cristo junto con todos aquellos que han muerto en la fe antes que nosotros. Parte de esa creencia es que Cristo nos ha dado el poder de atar y desatar, lo cual significa, entre otras cosas, que nuestro amor por alguien puede retener a esa persona dentro de nuestra familia, dentro de la comunidad de gracia y dentro del cielo mismo. En todos estos tres libros, esas madres aclaran que esto es exactamente lo que están haciendo. Su familia, su círculo de gracia, su amor, y su cielo incluyen al hijo que perdieron. Mi cielo incluye también a estos tres jóvenes, como debería incluir cualquier verdadero modo de entender a Dios, la gracia, el amor y la familia de vida.

Eso es un gran consuelo, pero no quita el dolor. Para un padre, la pérdida de un hijo por cualquier clase de muerte deja una herida que, a este lado de la eternidad, no encontrará ninguna curación. La muerte del hijo de uno va contra la naturaleza: nunca se supone que los padres están para enterrar a sus hijos. La muerte de cualquier hijo es dura, pero si esa muerte viene por suicidio, esa pena es diferente. Existe la frustración y la ira de que, a diferencia de una muerte por enfermedad física, esta es injustificable, innecesaria y un acto de traición en cierto sentido. Y existe la interminable segunda conjetura: ¿En qué grado soy yo responsable de esto? ¿Cómo debería haber estado yo más alerta? ¿Dónde fui negligente? ¿Por qué no estaba yo junto a él en el momento crucial? Culpa e ira vienen con la pena.

Pero eso no es todo. Más allá de todo esto, que es en sí mismo más que suficiente para destrozar a una persona, subyace el estigma unido al suicidio. Al fin, a pesar de una mejor comprensión del suicidio y una actitud más clarificada hacia él, aún hay un estigma social, moral y religioso unido a él, igualmente cierto en ambos círculos, secular y religioso. En un pasado no demasiado lejano, las iglesias solían rechazar el entierro en terreno sagrado a alguien muerto por suicidio. Las iglesias han cambiado sus actitudes y su práctica en esto; pero, a decir verdad, mucha gente aún se resiste intensamente a conceder una despedida en paz y bendición a alguien que ha muerto por suicidio. El estigma todavía permanece. Alguien que muere de esta manera aún es visto de algún modo como maldito, como muriendo fuera de la familia de vida y del círculo de gracia. No hay, para la mayoría de la gente, nada que los consuele en sus muertes.

He sugerido en otros lugares de mis escritos que la mayoría de los suicidios deberían ser entendidos como muerte por una enfermedad mortal: un  mortal desequilibrio químico, un golpe emocional, un cáncer emocional o una sobresensibilidad que despoja a alguien de la alegría necesaria para vivir. Aquí, sin embargo, quiero dirigir más específicamente la cuestión del estigma unido al suicidio.

Aún hay un estigma unido al suicidio,  eso está claro. Con eso en mente, puede ser útil reflexionar sobre el modo como Jesús murió. Su muerte,  claramente, no fue un suicidio, pero fue estigmatizado de modo parecido. La crucifixión llevó consigo un estigma desde cualquier punto de vista: religioso, moral y social. Una persona que moría de esa manera se entendía que estaba muriendo fuera de la misericordia de Dios y fuera de la bendición y aceptación de la comunidad. Las familias de esos crucificados cargaban con una cierta vergüenza, y esos que morían por crucifixión eran también enterrados aparte, en terrenos que entonces recibían su propio estigma. Y se entendía que estaban fuera de la misericordia de Dios y de la comunidad.

La muerte de Jesús no fue, claramente, un suicidio, pero evocó una percepción similar. El mismo estigma que nosotros unimos al suicidio fue también unido al modo como él murió.

    
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