Educar el sentido social

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A mí parecer, hay que trabajar simultáneamente en dos campos complementarios: la educación del «sentido social» de los ciudadanos y la creación de estructuras más justas. Ambas acciones deben abrirse a horizontes muy amplios: desde el trato sencillo y diario entre personas y grupos hasta las relaciones entre países lejanos.

Las personas, ya desde la infancia, deben ser educadas en el conocimiento de sus deberes de justicia, en el respeto escrupuloso de los derechos de los demás y en el deseo de trabajar en favor del progreso de la justicia.

Esta formación del «sentido social», que incluye la educación para la justicia, el testimonio personal de una vida conforme a la justicia y al compromiso individual y comunitario en favor de la justicia, debe ser fruto de la colaboración de distintas instancias: la familia, la escuela, las organizaciones juveniles, la comunidad eclesial, etc.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.En este proceso educativo deben estar siempre presentes y actuantes, como una especie de atmósfera envolvente, una serie de valores: la dignidad e igualdad de las personas, la solidaridad y la estima del bien común, el respeto a los demás y la participación, etc. De una forma pedagógica hay que ir inculcando unos cuantos principios orientadores: el destino universal de los bienes y su función social («esto es mío, pero debe ser útil a los demás»); la primacía del ser sobre el tener y del trabajo sobre la propiedad, como base de la jerarquía social; la convicción de que el trabajo es un bien necesario, pero escaso, que hay que estar dispuesto a compartir; la «mística» del servicio al bien común en la elección y ejecución de una actividad profesional; la conciencia del deber social de trabajar y de realizar bien el trabajo; la participación activa y responsable de todos en la vida social; el deber de ayudar a los marginados; etc. Esta educación del «sentido social» nunca se puede dar por terminada, se extiende a toda la vida.

La educación del «sentido social» de los ciudadanos -personas y grupos- es el elemento más esencial pero no es suficiente. Este esfuerzo no puede detenerse en las personas, sino que debe extenderse a las estructuras -corrigiéndolas o cambiándolas-, especialmente a las leyes. Estas deben encarnar en fórmulas jurídicas obligatorias las progresivas exigencias de la justicia social y el creciente «sentido social» y talante reformista de los grupos más sensibles y abiertos a los derechos de los demás. Evidentemente, la legislación para ser eficaz necesita de una adecuada acción policial y judicial, bien compenetrada con el espíritu y la letra de la normativa jurídica. Aquí se abren horizontes amplísimos tanto desde un ángulo negativo (represión y lucha contra una serie de amenazas: fraude fiscal, adulteración de los alimentos, operaciones especulativas contra el bien común, etc.) como desde un ángulo positivo (estímulo y protección de una serie de bienes: la familia y la natalidad, la igualdad de oportunidades, la difusión de la propiedad, la creación de puestos de trabajo, el fomento de la iniciativa privada y de la libre creatividad humana, etc.).

Además de las leyes, hay otras estructuras que deben contribuir a hacer posible una mayor justicia social: por ejemplo, la empresa (organizada de suerte que cualquier obrero tenga la posibilidad de sentir que trabaja en algo propio), el sindicato (en defensa de una sociedad fundada en el trabajo libre, en la libertad de empresa y en la participación), etc.

No podemos olvidar el orden internacional. Hay que superar un nacionalismo y un eurocentrismo egoísta y equivocado y fomentar un compromiso de solidaridad con los países del mundo, un sistema de comercio más justo, una política más equitativa en relación con la deuda exterior, la abolición del comercio de armas, la ayuda al desarrollo, una política migratoria más generosa, etc. Evidentemente, en este campo, los principales responsables son los gobiernos; sin embargo, la opinión pública tiene un gran papel a jugar.

    

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