Desconcierto ante la tumba vacia.

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Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo… »(Mc 16,1-8).

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. El final del evangelio según Marcos es así de abrupto. No acaba, como los otros, con apariciones del Resucitado ni con envío de éste a los Doce ni con palabras de consuelo o de ánimo. Hasta tal punto debió resultar chocante para las primeras comunidades que se le añadió, más tarde, un final más acorde con el de los otros evangelios.

Pero nosotros vamos a detenernos en el final primitivo y a tratar de desentrañar lo que encierra para nosotros por debajo de su aparente extrañeza.

En primer lugar, encontramos a unas mujeres «miróforas», es decir, portadoras de perfumes, que madrugan para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. La alusión al «primer día de la semana» y a la «salida del sol» acompañan su aparición en escena sumergiéndolas en un universo de nuevas significaciones: estamos en el comienzo de la nueva creación y la luz del Resucitado las envuelve en su resplandor.

Son conscientes del tamaño de la piedra y de su imposibilidad de moverla, pero eso no es un obstáculo en su determinación de ir a embalsamar el cuerpo de Jesús.

El joven sentado al lado derecho y vestido con una túnica blanca les dice: «No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron».

Los títulos que se dan a Jesús: «Nazareno» y «Crucificado» nos remiten necesariamente al primer capítulo de Marcos: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Me 1,1) y nos hacen comprender algo del «proyecto teológico» del evangelista: los dos títulos del comienzo se van llenando de un contenido sorprendente según va avanzando su libro y el lector/catecúmeno va aprendiendo con asombro que el modo concreto elegido por el Padre para su Cristo y su Hijo no es el del triunfo, la gloria, el poderío o el resplandor luminoso sino la oscura condición de un nazareno tenido por «uno de tantos» y el destino trágico de una muerte en cruz.

Al llegar al final del evangelio de Marcos ya nadie puede engañarse: para reconocer al Cristo Hijo de Dios hay que bajar y no subir, hay que contar con el fracaso y con el dolor, hay que hacer callar a muchas imágenes falsas de Dios para abrirse a la que se nos revela en aquel galileo crucificado fuera de las murallas de Jerusalén.

Por eso el final convoca a una cita en Galilea: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo». Cada seguidor del Cristo Hijo de Dios tendrá, a su vez, que dar contenido a su condición de discípulo en la Galilea de su vida, tendrá que ir verificando la autenticidad de su seguimiento en el esfuerzo por ir acompasando su camino al de aquél que pasó haciendo el bien y no rehuyendo ningún quebrantamiento ni ninguna dolencia, sino haciéndose próximo a todo ello para sanarlo cargándolo sobre sí.

El temor de las mujeres y su silencio se convierten así en un-«cortejo adecuado» para el itinerario al que se invita al cristiano: ir a Galilea no es fácil y puede inspirar temor porque ahora ya sabemos cuál fue el final del que recorrió sus ciudades y sus caminos. Y lo que importa no es hablar sino seguir con atención el rastro de sus huellas.

Pero el anuncio encierra una promesa que es ya, de por sí, la mejor noticia: el que ya no se deja encerrar por la noche de sepulcro, ha tomado la delantera y espera en Galilea a los que quieran reunirse con él. Allí le verán.

Un romance castellano nos pone en la onda de cómo entender esas palabras:«Sólo digo mi canción a aquel que conmigo va…».

Sólo encuentra al Resucitado el que se decide a encontrar al Crucificado. Sólo conoce a Jesús el que camina a su lado intentando hacer lo que él hizo. Sólo le reconoce quien va «teniendo parte con él» en el lavar los pies, servir a los hermanos y partir con ellos el pan.     

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