Deja las burras

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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

    Saúl era «un joven aventajado y apuesto; nadie entre los israelitas le superaba en gallardía; de los hombros arriba aventajaba a todos» (1Sam 9, 2).

    Un día se perdieron las burras de su padre. Son cosas que le pueden pasar a cualquiera. Y Saúl se marchó a buscarlas. ¡Era un buen capital que podía esfumarse! Fue de acá para allá, pasó las montañas, atravesó regiones enteras. Pero de las burras no aparecía traza alguna.
    Cuando, ya sin esperanzas, se disponía a regresar, le sugirieron que fuera a una ciudad donde había un hombre de Dios. El «vidente», a quien todo el pueblo tenia en gran consideración, podría indicarle con certeza el camino para encontrar a esas malditas burras.

    Samuel acogió con benevolencia a aquel joven gallardo. Y le dirigió en seguida estas palabras: «… No te preocupes por las burras que perdiste» (1 Sam 9, 20). El profeta tenía algo más importante que comunicarle a Saúl. ¡Tenía que consagrarlo rey!

    Para comprender el dinamismo de la oración de petición, para darnos cuenta de que la oración es una aventura abierta a todas las soluciones y a todas las sorpresas, quizás sea conveniente que partamos precisamente de aquí. De las burras de Saúl.
¡Cuántas veces nos ha pasado lo mismo! Nos ponemos en contacto con Dios. Le presentamos una buena lista de peticiones. Una serie de gracias que deseamos conseguir. Y empezamos a contárselas, una por una.

    Si pudiésemos mirar a Dios de reojo, descubriríamos en su cara una sombra de estupor, de desengaño, de tristeza (perdonadme este lenguaje que indignaría a los teólogos). Como si dijese: ¿con que eso es todo? ¿Te contentas con tan poca cosa? ¿Te diriges a mi para esas ridiculeces? ¿Tendrán que quedarse sin emplear todas mis riquezas, dentro de la caja de caudales del cielo?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.
    Somos un poco como Saúl, que va a fastidiar a un profeta del calibre de Samuel por unas burras perdidas. Y entonces Dios nos toma aparte para decirnos: «Deja en paz a las burras… Tengo que hacerte una propuesta».

Es el punto decisivo de la oración. Podemos portarnos de dos maneras:

    — Insistir en nuestras peticiones. Empeñarnos en que el Señor se ocupe de la lista que le presentamos, sin dejar una sola coma. Queremos encontrar nuestras burras. Y a veces Dios, cuando nos obstinamos en ello, nos concede esas cosas. Para que experimentemos nuestra limitación, para hacernos tocar con la mano la angustia y la mezquindad de nuestros deseos. Y que sigamos sintiéndonos insatisfechos, descontentos, a pesar de las burras.
    — Dejar que el Señor nos coja por su cuenta y escuchar sus propuestas, abandonando las nuestras.

    Esto es: empezamos por pedir algo concreto y limitado, y Dios hace que comprendamos que nos va a dar mucho más. Que quiere concedernos algo en un plano infinitamente superior. Que quiere hacernos participes de sus secretos. Partimos con nuestros proyectos tímidos, pequeños, y Dios nos hace comprender que tiene un proyecto de una amplitud inmensa sobre nosotros. «¡Deja en paz las burras!… ¡Quiero hacerte rey!».
¡Nosotros acudimos a Dios con unas tímidas listas de gracias! Y Dios quiere que pongamos nuestra atención en algo superior. Dios va siempre más allá. Sólo pide que le dejemos hacer.
Son los imprevistos de esa maravillosa aventura que se llama oración.
¡Vamos en busca de nuestras burras! ¡Y volvemos a casa siendo reyes!

    A PRONZATO, «Pero yo os digo»

    

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