Decisiones económicas y modelo de sociedad.

12 de diciembre de 2007
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    Víctor Renes es un sociólogo que trabaja en Cáritas. En este artículo no pretende enumerar los logros ni los vacíos que hay en nuestra sociedad en el campo de la justicia. Tampoco ha querido darnos números y cifras, que reflejarían fielmente una realidad que todos conocemos ya. Ha querido poner el dedo en la llaga y dejar en claro un modelo de sociedad, una «lógica» social basada en la economía, que está debajo, como causa y origen, de todos esos fenómenos. Y eso lo hace desde el convencimiento de que sin esa reflexión, los números y las enumeraciones de cuestiones no orientan o, quizá incluso, desorientan sobre lo que está realmente en juego.

Somos unas sociedades volcadas a unos procesos de cambio y a unas transformaciones socioeconómicas que proyectan las expectativas de «solución» de los problemas sociales para el próximo futuro. Concentrados en ello, no se suelen afrontar las implicaciones y consecuencias de tales procesos; antes bien, se asume la conciencia de que los efectos que producen son «lógicos», y que sólo después de los necesarios cambios se podrá intentar resolverlos.
Esta lógica social supone una naturalización de las decisiones socio-económicas, que acaba formando un velo sobre la dimensión humana de las propias decisiones y de sus consecuencias. Por tanto, queda obviado el carácter libre y responsable, moral, de la actual situación socioeconómica, que implica cuestiones éticas de gran transcendencia.

Cambios económicos, cuestionamientos sociales

Vamos a dejar constancia, en primer lugar, de algunos problemas que están relacionados con el tipo de desarrollo de nuestras sociedades.

  • Por una parte, existen problemas derivados de un modelo de crecimiento continuo, portador de un ilimitado aumento del consumo, ante la aparición del problema de escasez de recursos (recursos energéticos, o medio-ambientales). Más aún cuando las preocupaciones por las consecuencias de una industrialización indiscriminada ponen en tela de juicio la irre-petibilidad de los modelos económicos puestos en práctica en los países industrializados como camino para el desarrollo de todos.
  • Pero los interrogantes que plantea el pretender un ulterior crecimiento de las áreas ya desarrolladas a través de la difusión de un consumo artificial, que acaba chocando con la realidad de los que no tienen trabajo ni rentas; y más aún con las situaciones de pueblos y países enteros, y de sectores sociales, que viven en la indigencia.
  • Por otra parte, existen los problemas derivados de un crecimiento basado en la introducción de las nuevas tecnologías, que determinan una considerable sustitución del trabajo humano y la transformación de la organización del trabajo, así como la paulatina traslación del trabajo humano al sector terciario. Además, aumenta el riesgo de que la incesante demanda de aumentos de productividad signifique sobre todo la exclusión de los sujetos más débiles.
  • Pero, sobre todo, se empieza a cuestionar qué sentido puede tener una «sociedad del trabajo» en una situación de paro estructural; o sea, de imposibilidad de disponer de trabajo para todos. Y, ante tal cambio, no sólo no existe una previsión de efectos, sino que se insiste en considerar que el problema no puede ser atajado sin desarrollar más intensamente este dinamismo tecnológico.

photo © Christof Wittwer Estamos viviendo estos cambios bajo la óptica social de una crisis que ha roto el proyecto de sociedad que se estableció después de la segunda gran guerra. Aquella se fundamentaba en un pacto para lo que se consideró como el proyecto de una sociedad de bienestar. Este proyecto se sustentaba en un equilibrio entre crecimiento y reparto, el primero como condición del segundo, y éste en la medida de aquél. Su acción paliativa de las desigualdades consideraba innecesario cualquier planteamiento que priorizara la corrección del origen de las mismas.

En los años de expansión de este modelo de crecimiento, los problemas sociales, en especial la pobreza, eran entendidos como «desajustes», no deseados, debidos al aún escaso crecimiento, que había que corregir para que todos participaran de los beneficios del mismo. La «cuestión social» quedaba reducida a la ayuda -psicológica o material- a la persona «marginada» para facilitar la integración en los circuitos del intercambio y el consumo.

Pues bien, la crisis de los setenta y, especialmente, la gestión de la misma en los ochenta, cambió los parámetros del proyecto del «bienestar». La crisis ha supuesto, en primer lugar, una «ruptura» del pacto-equilibrio que mantenía tal crecimiento. Pero, en segundo lugar, y más importante, está cuestionando los elementos que contenían y paliaban la desigualdad estructural, los denominados sistemas del bienestar, y sus mecanismos de distribución y redistribución: la crisis llega al empleo, a la protección social…

La crisis se acaba manifestando, por tanto, no como crisis de reparto, sino como crisis del propio modelo de crecimiento. Así pues, la denominada «salida de la crisis» no es la vuelta al lugar de partida. Por el contrario, la salida de la crisis es la llegada a una nueva propuesta, a un nuevo proyecto social.

En esta nueva situación, la cuestión fundamental va a estar en las nuevas formas sociales adoptadas para promover el crecimiento, que darán lugar a nuevas formas de relación y de participación en él. Con ello nos referimos a toda la gama de precariedades, sean laborales, de formas de producir, de seguridad social, etc., que se han llegado a identificar con las exigencias, e incluso requisitos, de las nuevas formas tecnológicas, de producción, competencia, aprendizaje, etc. A medida que nos alejamos del «centro a la periferia» de la estratificación social, se va haciendo ilusorio el intento de separación entre el nuevo tipo de crecimiento, sus consecuencias negativas, y el modelo de sociedad; y se va poniendo en evidencia la interdependencia de todo ello.

Como resultante, la actual estructura social se está definiendo sobre cuatro ejes: primero, un eje económico: la precarización de la fuerza de trabajo y el fin del pleno empleo; segundo, un eje social: la conformación de una sociedad dual; tercero, un eje ideológico: el darwinismo social y el retorno parcial de la ética calvinista; y cuarto, un eje político: la preeminencia de una sociedad corporativa interrelacionada con un estado fuerte.

Cambios en la cultura social

A la vista de esta lógica social no se puede por menos que constatar una serie de problemas que nuestras sociedades tienen sin resolver.

  • El cuestionamiento de las formas tradicionales de solidaridad. Formas sociales, pero también institucionales: la crisis de determinadas funciones del Estado Social. Pues aunque no se cuestiona la prestación de ciertos servicios sociales de carácter universal, que se consideran conquistas irreversibles de la sociedad del bienestar, no ocurre lo mismo con las tareas de protección social a través de las cuales el Estado debe garantizar un nivel de vida mínimo para todos. Al tratarse de colectivos muy localizados y de escaso peso social, su abandono resulta menos arduo.
  • La ausencia de formas nuevas de solidaridad va unida a la afirmación del individualismo y de criterios influenciados en su propia raíz por una cultura economícista, centrada en la eficacia, el control y la posesión. Se establece una sociedad fuertemente competitiva que destruye la s lidaridad y conduce a un individualismo exacerbado. Esto va unido a una consideración de los criterios ético-sociales como una posición poco eficaz, y por ello escasamente válida.
  • El aumento de las desigualdades entre los diversos grupos y en el interior de los mismos. Por tanto se instaura el acceso corporativo a lo estructuralmente protegido, asegurado. Es decir, el problema está en entrar en la parte «guay» de la sociedad dual, porque el que entra «se harta». Si observamos nuestro panorama social observaremos que lo que predomina como crítica social fundamental consiste en cuestionar si a mi grupo le «llega» o no le llega el beneficio del crecimiento. Y se plantea «a mi grupo», y por eso es corporativo el planteamiento. Se ha perdido el parámetro de las repercusiones sociales de las propias exigencias, más allá de los límites del propio grupo.

Cambio en el sistema de valores

Todo ello constituye la sintomatología de un cambio en profundidad en los propios valores constituyentes del modelo de sociedad actual. Y este es el problema a desvelar. A él nos podemos acercar a través de tres parámetros.

En primer lugar, la nueva comprensión del bienestar. Dejando al margen las diferentes formulaciones programáticas de los grupos políticos, se puede detectar su sentido actual en los grupos sociales emergentes que suelen autocomprenderse como ¿nuevas? clases medias, adaptadas a las nuevas formas sociales del trabajo, la tecnología, la producción y el consumo. Desde su seguridad en el acceso a los resultados del crecimiento económico y, por tanto, desde su seguridad en el disfrute de los bienes sociales formulan para todos como la «opción lógica de sociedad», lo que es peculiar a su situación.

En segundo lugar, el bienestar deja de verse como la extensión de los bienes y de los derechos sociales de los que poder participar con el resto de los grupos y pasa a ser entendido como algo que el individuo se apropia, de forma particular. La capacidad de acceso y consumo de los bienes que la sociedad proporciona y el individuo selecciona, es lo que debe ser garantizado. La garantía de su disfrute está en la capacidad de su apropiación.

Y, en tercer lugar, la salvación de «cuerpo», o el nuevo sentido de lo asociativo y, consecuentemente, de la solidaridad. Desde el ajuste en el concepto de bienestar, hay que entender el nuevo sentido del «asociacionismo». Su sentido le viene dado como elemento de defensa del «status» de apropiación del bienestar, y, específicamente, del crecimiento y la ganancia con el que procurarse el propio bienestar, no el de la colectividad.

Es, pues, coherente la forma individual de apropiación del crecimiento, del bienestar, con la forma de defensa de esa apropiación. El asociacionismo ha pasado a ser yuxtaposición de individuos afectos al mismo poder social («legítimos» intereses de grupo o corporativismo). Por eso es normal que, cuando se plantea la idea de asociación, se pregunte por lo que reporta para los intereses particulares del que es invitado a la asociación; o se designen como turbiamente interesados a los que la proponen. Todo ello indica que se están produciendo graves trasmutaciones, muy en concreto estas dos: la confusión de la defensa de la solidaridad social con la defensa de los «intereses» de cuerpo; y la confusión de la sociedad participativa con la iniciativa individual.

Cambios económicos y culturales, y «ruptura» social

La proyección de estos cambios en sus consecuencias, suponen un último aspecto de los cambios sociales acaecidos.

  • La creciente «mundialización» de los problemas, que se está revelando más como una barrera para el desarrollo de los países pobres, que como posibilitador de su desarrollo. La interdependencia de las decisiones económicas suele visíbilizarse entre nosotros con la frase: «y esto ha sido decidido en Bruselas». Y es cierto. Pero con ello estamos velando que los que prioritariamente están pagando el precio de nuestras crisis son los países pobres de la tierra (deuda externa, hambre…).
  • Las nuevas tecnologías, la mundialización, la flexibilidad exigida por el mercado, están impulsando formas sociales, que están llevando a una dualización social. Los menos hábiles, los que no cuentan con los medios para capacitarse son relegados a una situación de paro intermitente y alimentan las bolsas de pobreza y marginación que llegan a hacerse endémicas. En nuestras sociedades y a medida que van saliendo de la crisis, lo más agudo del problema social se encuentra en los sectores marginales (y marginados) del mercado de trabajo: jóvenes, parados intermitentes, trabajadores en la economía sumergida, inmigrantes extranjeros, mujeres, y también ancianos jubilados, pensionistas, etc. o las áreas, urbanas o rurales, que quedan relegadas, sin futuro.

Esos fenómenos no pueden considerarse como simples «desajustes» a una nueva realidad del crecimiento, de la tecnología, etc. Son, más que desajustes, «reveladores». ¿Y qué revelan? Pues que nos encontramos con unas situaciones sociales que no sólo han sido «expulsadas» porque son marginales a la dinámica de expansión del nuevo crecimiento, sino que son formas-instrumentos de recuperación de ganancias y beneficios. Con ello estamos haciendo referencia a los fenómenos de contención de salarios, a la precarización de la protección por al paro, a las pensiones no contributivas y a cómo se alivia algo la pobreza severa, para desactivar su peligrosidad social. Pero la pobreza y la desigualdad se mantienen en sus grandes cotas.

Por tanto, el crecimiento y la forma de distribución avanza por el camino de consolidar las desigualdades. Es decir, la relación sociedad-pobreza está mediatizada por la propia dinámica del actual modelo social, que es capaz de seguir desarrollándose a través de nuevas formas que generan exclusión, que son condición para la «recuperación» económica. Más aún, contener la distribución a través de contener los salarios o contener la inflación y no reducir el paro son «exigencias» para el crecimiento.

Esto es lo fundamental de la forma neoliberal de sociedad en la que nos encontramos. Lo crítico en ella es el hecho de que el propio modelo de crecimiento genera la expulsión de nuevos sectores. Por lo que se anuncia una sociedad dual, pero también un mundo dual; es decir, una sociedad «rota» en la que se han consolidado una serie de sectores y una serie de pueblos sin perspectiva.

La «cuestión» está en la lógica social

En este tipo de sociedad se consideran problemas pendientes los que hacen referencia al crecimiento económico. Y entre ellos, fundamentalmente, los que hacen referencia a la adaptación de las estructuras productivas: productividad para la competitividad, renovación tecnológica, reducción de los compromisos con el empleo, infraestructuras, etc. Y los que hacen referencia a la adaptación de los capitales a la nueva situación: inflación, reducción del gasto público, etc.

Evidentemente, hay otros que se mueven a caballo entre el aspecto económico y el aspecto social, como la falta de profesionales formados para puestos de trabajo especializados. Pero son vistos desde la óptica de los problemas principales. Los denominados problemas sociales quedan en segundo orden, y no forman parte del paquete prioritario de problemas a afrontar. Su real solución depende de la lógica social o, dicho con toda claridad, del tipo de hombre y de sociedad por la que se ha apostado desde las decisiones que se toman, no desde la declaraciones que se proclaman. Desde la óptica de nuestra reflexión, vamos a referirnos a algunos de ellos.

Las reconversiones de territorios completos, a partir de dos grandes vectores: el recambio industrial que la tecnología, la integración europea, y la mundialización de la economía están exigiendo; y la reconversión agraria que desde los mismos parámetros viene impuesto. En uno y en otro caso, sin la perspectiva de alternativa social, ni laboral, ni de «sentido» histórico y comunitario que han configurado los pueblos y sus territorios en una unidad socio-antropológica. «Ruptura», o quizá mejor desgarro.

El elevado «desempleo» y junto a él una política de empleo, fundamentalmente instrumentada por el INEM, cuyos efectos son puramente paliativos. O sea, los cursos del INEM son fundamentalmente aprovechados por las empresas para abaratar sus costes, no para promover nuevo empleo; o para mantener fuera de las estadísticas del desempleo a numerosos jóvenes, en una especie de desempleo subvencionado.
Se está instaurando una seguridad social de dos velocidades: una seguridad básica, cada vez menor, para todos, y una «compra» de mayores cuotas de protección desde el pago de cuotas. A lo que sólo tendrán acceso los que ya tengan medios. La función solidaria y redistríbutiva de la seguridad social queda en entredicho. De ello tenemos los primeros avances en los planes de pensiones.

Un problema de amplío espectro será el de la función legitimadora de la represión social. La práctica cada vez mayor del individualismo social acaba provocando la agresividad de unos sectores contra otros. Los recientes conflictos contra grupos considerados peligrosos, como toxicómanos, gitanos, inmigrantes extranjeros, son sólo una manifestación de ello. Los responsables públicos cada vez se centran más en el «control» social, pasando a segundo plano la acción preventiva, rehabilitadora y promotora de los grupos y situaciones sociales expulsadas de la sociedad del crecimiento. Sin que tal política represiva llegue a los que se esconden en el nivel más alto de las agresiones sociales: narcotraficantes y blanqueadores de dinero, defraudadores y especuladores, traficantes de mano de obra, etc.

En todas estas cuestiones aparece como problema prioritario a resolver la ruptura entre «económico» y «social». Pero se considera como un axioma que lo segundo debe seguir la lógica del primero, y el primero queda «naturalizado». Y se sentencia como dogma irrebatible que o se siguen tales leyes, y por ello se realizan al margen de lo social, o la consideración social de la economía altera el curso natural de las cosas, y produce efectos perversos. Por lo que «lo social» no sólo no puede reclamar nada más, sino que es considerado culpable, dada su intromisión en el orden natural de las cosas.
Reunir la economía y la ética

Y éste es realmente el problema prioritario: recomponer la relación economía y sociedad, o mejor, economía y ética.
La actividad económica consiste en la creación de riqueza material para el hombre y para la sociedad. No es una actividad autocentra-da en sí misma, ni sus medios elevados a categoría absoluta. Y entre ellos el Mercado que es tomado como paradigma de la libertad. Pues si el derecho a la libertad más absoluta de mercado es el único derecho éticamente defendible, se sustituye la primacía de la persona, y, como consecuencia, la finalidad de la economía de crear riqueza para el hombre y para la sociedad, por la del negocio. La absolutización del Mercado acaba negando los derechos de las clases y pueblos empobrecidos, etc.

La actividad económica no puede convertirse en instrumento de marginación o de deshumanización de las energías y recursos humanos. La economía debe asumir la valoración de los recursos humanos como el bien prioritario y como la riqueza principal que debe procurarse y ampliarse. De otra forma la consecución de la riqueza material correría el riesgo de convertirse en forma de empobrecimiento humano. Lo que nos plantea cuáles son los valores sobre los que deben estructurarse las relaciones sociales en el mundo de la economía y cuáles son los caminos auténticos de progreso social, que incluye el éxito económico, pero igualmente los derechos de los trabajadores.

Todo esto vincula a la economía con parámetros de racionalidad social, que no pueden dejar de inspirarse en criterios éticos de solidaridad y justicia. Lo cual nos indica que si queremos construir una economía más humana se requiere, ante todo, una nueva cultura económica. Esto encierra serías dificultades, pues hay que rechazar simultáneamente las tentaciones opuestas de determinismo y de voluntarismo. Es decir, ni la organización de la economía escapa a nuestras opciones libres, por considerar que esté dirigida por unas leyes naturales o históricamente inmutables; ni la ingenuidad de que para humanizar las estructuras económicas sea suficiente que quienes detentan el poder político tengan el propósito de hacerlo, pues más allá de la voluntad la cuestión alcanza a la propia lógica de las decisiones económicas.

Una nueva mentalidad ética en lo económico afecta a la propia organización del trabajo, que debe entenderse cada vez más como un bien a compartir y no como instrumento de afirmación individualista según modelos de competición y acaparamiento exclusivo. De aquí se deriva la exigencia de inventar nuevas modalidades de distribución del trabajo y de reparto de sus frutos. Lo que se pone en cuestión es seguir entendiendo el «trabajo» reducido al concepto de «empleo remunerado según la lógica del mercado». En este concepto no entran, por ejemplo, fórmulas de ocupación socialmente útiles, que deben ser remuneradas, pero no necesariamente según la lógica estrictamente competitiva y orientada a la «promoción» del mercado.

Un nuevo sentido del «vivir social». La prospectiva ética sobre la economía y sus procesos debe orientarse hacia una revisión de los mismos estilos de vida y de realización de la persona en un contexto de cultura y convivencia civil en el cual los bienes universales y las metas culturales, sociales, morales (relaciones interpersonales, disfrute de la naturaleza, tiempo de formación, la fiesta, el compromiso…) prevalezcan sobre los modelos del individualismo, del consumismo, y del crecimiento puramente material. Nuestro vivir social debe conjugar libertad y corresponsabilidad, autonomía e interdependencia, eficacia y solidaridad, búsqueda del bien común y defensa del bien de los individuos.

La actual cultura de «lo social» debe dejar de oscilar en todos los campos entre el individualismo y el colectivismo. Y debe pasar a construirse sobre el consenso en torno al hombre y al bien común como referentes ético-sociales articulados con medidas económicas. Es decir, en torno a las condiciones de vida social y de calidad de vida que hagan posible que todos los hombres puedan acceder a unas condiciones de vida propiamente humanas.     

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