Corredentora y Madre de la IGLESIA

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    Nos gusta contemplar la imagen de Jesús resucitado, nos gusta contemplar la imagen de la Virgen asunta a los cielos, participando de la gloria de su hijo, Señor del mundo. No debemos olvidar que esa exaltación es el resultado de la fidelidad en la gran tribulación del Calvario, de los tres días de soledad y de desolación. La vida de Jesús no debía haber terminado trágicamente. Dios no quería que su Hijo padeciera tanto desprecio, tantos rechazos, tan duros martirios. Fue el pecado, fueron nuestros pecados los que hicieron inevitable la muerte de Jesús.

La muerte de Jesús fue necesaria

    La muerte de Jesús fue inevitable históricamente, porque los dirigentes judíos no podían soportar la claridad y la absoluta verdad de la palabra de Jesús. Ellos querían medias tintas, sutilezas que les permitieran vivir encumbrados y cómodos a costa de la palabra de Dios, sin decidirse nunca a darle el verdadero culto de sus corazones. Y Jesús hablaba en directo, de manera sencilla y convincente, de la grandeza de Dios, de la bondad de un Dios que se compadecía de los pecadores, que se acercaba a los humildes de corazón, que no ponía límites
a la generosidad de su amor. Un Dios que dejaba al descubierto al egoísmo, la vana soberbia, la hipócrita vida de todos ellos. Por ello, lo rechazaron y decidieron eliminarlo. “Matemos al justo para poder seguir apareciendo nosotros como inocentes”.

    Y fue necesaria la muerte de Jesús teológicamente. En un mundo dominado por el pecado, en una humanidad en la que el mundo es adorado como verdadero Dios, y el Dios verdadero es rechazado como enemigo de la libertad, de la felicidad y del progreso, todo está perdido, mientras no haya alguien que mantenga la fidelidad y el amor a Dios, alguien que mantenga la confianza en Él, por encima de todas las cosas, hasta más allá de la muerte. El prendimiento, los azotes, los menosprecios y las torturas, la sed y la agonía de la cruz, la muerte espantosa de Jesús, fue la oportunidad para que Él viviera y consumara, de una vez para siempre, la confianza en Dios, en nombre de toda la humanidad.

Y junto a la Cruz, María

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Allí, junto a la Cruz, compartiendo la oración y la fidelidad de Jesús, ofreciendo a su hijo como salvación del mundo, estaba la Virgen María, la Mujer fuerte, la Mujer fiel, la Mujer de la fe y de la esperanza, la Mujer del silencio y de la fortaleza. Ella, que había seguido desde el silencio el rechazo creciente de los judíos contra su Hijo; ella, que estaba en segunda fila mientras su hijo recorría los caminos de Palestina acompañado de sus discípulos, aparecía ahora en primera fila del dolor y de la fidelidad.

    El dolor de Jesús era su dolor, la soledad de Jesús era su soledad y la oración y la piedad y el sacrificio de Jesús era también su piedad, su oración y su sacrificio.

De cómo el sufrimiento acompaña al amor

    Hoy sigue el combate de la fe. El adversario nos rodea como león rugiente. Tampoco Jesús vivió sin tentaciones, necesitamos la armadura de los combates de Dios. Cuántas veces queremos un cristianismo fácil, una redención sin sufrimiento, un amor sin pruebas ni dificultades.

    Queremos una vida feliz. Nos cuesta aceptar la enfermedad, los sufrimientos, la muerte. Demos gracias a Dios por lo mucho que tenemos, y aceptemos nuestras limitaciones con fortaleza y esperanza.

    El pecado, el poder del mal en el mundo nos pone a prueba. No podemos ceder, como no cedió Jesús. Mantengamos a Dios en el centro de la vida, mantengamos el testimonio del domingo, el respeto de su santa ley; ni prensa, ni leyes, ni modas, ni nada puede estar por encima del respeto a la santa ley de Dios.

    Entusiastas de la Resurrección, pero para eso hay que ser cristianos del Calvario, de la resistencia, de la firmeza, de la fortaleza contra todos los clamores y todos los insultos y de todas las tentaciones.

Madre de la Iglesia

    Ahora nos resulta muy difícil imaginar el desconcierto de los discípulos en los primeros días, después de la muerte de Jesús. Nos lo representa San Lucas en el relato de los discípulos de Emaús. “Nos habían dicho que iba a restablecer el Reino de Dios; lo han crucificado, y todo se ha venido abajo”. Lo entendían mal, y, por eso, lo veían todo perdido. Ay qué necios y qué duros de cabeza.

    En aquellos días de oscuridad, María era la única que mantenía sobre la tierra la fe de su hijo. Tendría en su casa a los discípulos, los animaría a esperar, los sostendría en su angustia y en su desconsuelo. Su oración era la oración de toda la humanidad, su esperanza era la esperanza de todos los corazones: “Ven, Señor Jesús”.

    Después de la resurrección, fue la Virgen María el centro de la convocatoria de los discípulos. El día de Pentecostés, los discípulos estaban con María, rezando, viviendo la unión espiritual con Jesús, esperando el cumplimiento de su promesa. Ella era la gran maestra, la gran orante, la gran intercesora, como en Caná, como en el Calvario, como el día de la Anunciación, abriendo el corazón de la humanidad para que viniera el Espíritu de Dios sobre nosotros.

    ¿Qué podemos hacer para recibir el Espíritu de Dios en nuestras vidas? Orar con María, amar con María, esperar con María. En la Iglesia: “Si quieres recibir el Espíritu de Cristo vive dentro del Cuerpo de Cristo”. María es la Iglesia, ella está en la Iglesia, y la Iglesia en ella. María es la memoria viviente de Jesús, la madre acogedora, la discípula perfecta, santa, fiel, acompañante.

    Con la Virgen, nos dedicamos a la lectura de la Palabra de Dios, a la oración, vivimos la Eucaristía. Son los momentos en que nos llega el Espíritu santo. Y sólo Él cambia nuestra vida.

La tarea de la fe

    Tenemos una gran tarea. Es la tarea de siempre, la tarea de la fe, de la correspondencia, de nuestra santificación. Con unos matices, en un mundo complicado, difícil, engañoso, con dificultades, con temores, con sufrimientos.

    Que brille ante nosotros la persona de María. Mujer sencilla, del pueblo, sin poderes especiales, con toda su confianza en la providencia amorosa de Dios, humilde, obediente, confiada, valerosa, fiel, primicia, síntesis, modelo de la Iglesia.

    Ahora, también Madre. Madre espiritual, maestra de vida, intercesora, auxilio permanente. Y, con ella, nuestros santos, nuestra familia del cielo. María nos asiste en esta vida, nos lleva al cielo, prepara la casa. “Es más portera que Pedro”.

    Sólo nos queda, con María, avivar la fe en el corazón, vivirla en familia, vivir los domingos, colaborar con la Iglesia, ser testigos, sin miedo, sin respeto humano, con humildad y sencillez, ser coherentes en todos los aspectos de la Vida.

    Madre de piedad, Señora del Calvario, Señora de la fortaleza y de la esperanza, Madre de la Iglesia, danos ahora la gracia de recibir los bienes de tu fidelidad y de tu amor.

    

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