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Completando el círculo – De los libros de cuentos a la espiritualidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Mi primer amor fue la literatura, las novelas y la poesía. De niño, me encantaban los libros de cuentos, misterios y aventuras. En la escuela primaria, me hicieron aprender de memoria poemas y me gustaba el ejercicio. La segunda enseñanza me introdujo en una literatura más seria: Shakespeare, Kipling, Keats, Wordsworth, Browning. Como algo extraordinario, todavía leo libros de cuentos, historias de vaqueros del viejo Oeste, tomadas del anaquel de mi padre.

Durante mis años universitarios de estudiante no graduado, la literatura fue una parte significativa de mi currículo, y entonces aprendí que la literatura no era sólo sobre ficción sino también sobre comentario social y religioso, así como sobre la forma y belleza como fines en sí mismos. Entonces, en las clases leíamos novelas clásicas: 1984, El señor de las moscas, El corazón de las tinieblas, El corazón de la materia, Al este del Edén. El currículo de aquel tiempo vivido en Canadá promovió grandemente la lectura de los escritores británicos. Sólo después, por mi cuenta, descubriría la riqueza de los escritores canadienses, norteamericanos, africanos, indios, rusos y suecos. Yo había sido sólidamente catequizado en mi juventud y, a la vez que el catecismo mantuvo mi fe, la literatura  mantuvo mi teología.

Pero después de la literatura vino la filosofía. Como parte de la preparación para la ordenación, se nos requirió hacer una licenciatura en filosofía. Tuve la suerte de disponer de excelentes maestros y me entusiasmé por primera vez con la filosofía. Entonces los cursos favorecían considerablemente el Escolasticismo (Aristóteles, Platón, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino), pero nos dieron también una cabal historia de la filosofía y un fondo básico de Existencialismo, y algunos de los movimientos filosóficos contemporáneos. Quedé impactado; la filosofía vino a ser mi teología.

Pero, acabada la filosofía, llegó la teología. Después de nuestros estudios filosóficos, nos requirieron sacar una licenciatura de cuatro años en teología antes de la ordenación. De nuevo, tuve la suerte de disponer de buenos profesores y de estar estudiando teología justo cuando el Vaticano II y una nueva y rica erudición teológica estaba comenzando a penetrar en las escuelas teológicas y seminarios. Había entusiasmo teológico en abundancia, y yo lo compartí. En los círculos católicos romanos, leíamos a Congar, Rahner, Schillebeeckx, Schnackenburg y Raymon Brown. Los círculos protestantes nos daban a Barth, Tillich, Niebuhr y un grupo de excelentes eruditos en Escritura. La fe de mi juventud estaba encontrando finalmente la base intelectual por la que siempre había suspirado. La teología vino a ser mi nueva pasión.

Pero, acabada la teología, vino la espiritualidad. Después de la ordenación, me dieron la oportunidad de hacer una posterior graduación en teología. Esa graduación ahondó inconmensurablemente mi amor y compromiso por la teología. Eso también me llevó al ejercicio de la docencia; y, durante los siguientes seis años, enseñé teología a nivel de posgrado. Fueron años maravillosos; yo estaba donde más quería estar, en una clase de teología. Sin embargo, durante esos seis años, empecé a explorar los escritos de los místicos e intenté iniciar algunos cursos de espiritualidad, empezando con un curso sobre el gran místico español Juan de la Cruz.

Mis estudios de doctorado siguieron a esos años; y, mientras me centraba en una teología sistemática, escribiendo mi tesis en el área de la teología natural, algo había empezado a cambiar en mí. Me encontré cada vez más, tanto al enseñar como al escribir, moviéndome más en el área de la espiritualidad, de modo que, después de unos pocos años, ya no podía justificar más el hecho de llamar a algunos de mis pasados cursos en teología sistemática por sus títulos del viejo catálogo. La honradez me apremió a llamarlos ahora cursos de espiritualidad

Y ¿qué es la espiritualidad? ¿En qué se diferencia de la teología? A un cierto nivel, no hay ninguna diferencia. La espiritualidad es, en efecto, teología aplicada. Las dos son de una única y misma pieza, ambas son los extremos del mismo calcetín. Pero hay una diferencia: La teología define el terreno de juego, define las doctrinas, distingue la verdad de la falsedad y busca encender la imaginación intelectual. Es lo que clásicamente afirma ser ella misma: La fe en busca de entendimiento.

Pero, rico e importante como es eso, no es el caso. La teología ajusta las reglas para el juego, pero no hace el juego ni decide el resultado. Ese es el papel de la espiritualidad, aun cuando necesita ser obediente a la teología. Sin una cabal teología, la espiritualidad cae siempre en irrefrenable piedad, malsano individualismo e interesado fundamentalismo. Sólo la buena, rigurosa y académica teología nos salva de estos.
Pero sin espiritualidad, la teología viene a ser demasiado fácilmente sólo una estética intelectual, aunque hermosa. Una cosa es tener verdad coherente y cabal doctrina; otra cosa es dar esa real carne humana, en las calles, en nuestros hogares y en nuestros incansables cuestionamientos y dudas. La teología necesita darnos la verdad; la espiritualidad necesita abrir esa verdad.

Y así he completado el círculo: De los libros de cuentos de mi niñez, a través del Shakespeare de mi segunda enseñanza, a través de los novelistas y poetas de mis años de estudiante no graduado, a través la filosofía de Aristóteles y Tomás de Aquino, a través de la teología de Rahner y Tillich, a través de la erudición escriturística de Raymon Brown y Ernst Kasemann, a través de la  hermenéutica de los posmodernistas de mis años de posgraduado, a través de cuarenta y cinco años enseñando teología… he aterrizado donde empecé – buscando aún buenas historias que alimenten el alma.    

    
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