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Ciencia

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1. La reflexión, ya iniciada domingos anteriores sobre los dones del Espíritu Santo, nos lleva hoy a contemplar el don de la ciencia, gracias al cual nos he dado conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Sabemos que el hombre contemporáneo, gracias al desarrollo de las ciencias, está especialmente expuesto a una tentación: quedarse en una mera interpretación naturalista del mundo: delante de la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi divinizarlas hasta convertirlas en el fin supremo de la vida misma. Esto ocurre, sobre todo, cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder, que se puede obtener de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, delante de los cuales demasiado frecuentemente la gente se arrodilla. 2. Para resistir a tan sutil tentación y para remediar a las consecuencias nefastas a las cuales conduce, ahí está el Espíritu Santo socorriendo al hombre con el don de la ciencia. Ésta nos permite valorar las cosas en su justa realidad, en su dependencia esencial respecto al Creador. Gracias a ésta – como escribe Santo Tomás – el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, mas en Dios, el fin de su propia vida («Summa Theologiae», II-II, q. 9, a. 4). El ser humano logra así descubrir el sentido teológico de la creación. Ve las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y, por lo tanto, se siente empujado a traducir este descubrimiento en alabanza, en canto, en oración, en agradecimiento. Es lo que muchas veces y de formas diferentes nos sugiere el libro de los Salmos en algunos de sus elevados cantos: «Los cielos narran la gloria de Dios, y el firmamento la obra de sus manos » (Sal 19[18],2; cfr. Sal 8,2); « Alabad a Yahveh desde los cielos, alabadle en las alturas... Alabadle, sol y luna, alabadle todas las estrellas de luz» (Sal 148,1.3). 3. Iluminado por el don de la ciencia, el hombre descubre a la vez la distancia infinita que separa las cosas de su Creador, su intrínseca limitación, la insidia que éstas pueden contener cuando, pecando, se utilizan de mala manera. Es un descubrimiento que lo lleva a percibir con pena su miseria y lo empuja a dirigirse con mayor fuerza y confianza hacia el que, solo, puede cubrir plenamente la necesidad de infinito que lo atormenta. Esta ha sido también la experiencia de los santos; lo ha sido también – podemos decir – de los cinco beatos, que hoy he tenido el placer de elevar al honor de los altares. Pero de manera del todo singular esta experiencia fue vivida por María, la cual con el ejemplo de su personal itinerario de fe nos enseña a caminar «entre las vicisitudes del mundo, teniendo los corazones fijos ahí donde está la verdadera alegría» («Oración» XXI Domingo per annum).     
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