10. Confiarse a María, Madre de misericordia

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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.«Confiando en la intercesión de la Madre de la Misericordia, encomiendo a su protección la preparación de este Jubileo extraordinario», ha declarado Francisco. No es extraño. Es costumbre en él encomendarse y encomendar a los demás a la virgen Madre de Dios. Muchas veces finaliza así sus cartas, siempre manuscritas: «Que Dios te bendiga y que la Virgen Santa te cuide».

Para Francisco, la virgen María es, ante todo, Madre. Es madre de misericordia y de ternura. Ella es -nos ha dicho en la Evangelii gaudium— «la que sabe transformar una cueva de animales en casa de Jesús, con unos pocos trapos y una montaña de ternura» (EG 286). Ella es la mujer sensible y servicial a la que, según dice, «habría que rezar con una nueva letanía: María, la que acude siempre a prisa» [20 Papa Francisco, Homilía, (26 de marzo de 2013)], en referencia al episodio evangélico de la Visitación.

Francisco ha dicho en alguna ocasión que «una Iglesia sin María es un orfanato». Así de sencillo y de claro. «El cristiano no es un huérfano (un guacho, dicen en Argentina). El cristiano tiene Madre. Una madre que le acompaña, le ayuda, le mira, le cuida…».

De María aprendemos, pues, la ternura y la misericordia, porque es Madre. Ella es «punto de referencia constante para la Iglesia» (EG 287) y «modelo eclesial para la evangelización». En ella aprendemos sobre todo una actitud, un estilo. Es el «estilo mariano» con el que hemos de conducirnos en esta hora de la Iglesia. Un estilo servicial y tierno, que cuida de los hijos, sobre todo de los más débiles.

He escuchado al papa Francisco contar una historia popular del sur de Italia referida a la Virgen de los mandarinos. Es la Virgen a la que tienen devoción los granujas, los ladrones… Cuentan que la Virgen los quiere y le rezan porque, cuando lleguen al cielo, como ella está mirando la cola de gente que llega… cuando los ve, les hace un gesto con la mano, como diciéndoles que no pasen, que se escondan. Y a la noche, cuando está todo oscuro y no está san Pedro, les abre la puerta. «Detrás de esta historia -dice Francisco- hay una verdad muy grande. Ahí se esconde una gran teología: una Madre cuida a su hijo hasta el fin, y trata de salvarle la vida siempre».

«María -añade el Papa-, sabe tocar las conciencias siempre. María te acompaña, te ayuda. Es la Madre que mira, cuida, avisa… está».

María, como Madre, es modelo de amor concreto. Ella es Madre de Misericordia. No solo lo vemos en ese episodio bíblico con su prima Isabel. Lo vemos también en la escena de la anunciación en la que canta el Magníficat, reconociendo la Misericordia de Dios, o en aquella otra de las bodas de Cana en la que es sensible a las necesidades de los demás. Con razón la tradición cristiana, desde los primeros siglos, se ha colocado bajo su manto protector y ha rezado el Sub Tuum praesidium (Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios). Desde hace siglos la Iglesia canta con fervor la Salve, en la que invocamos a María como Madre de Misericordia. Por otro lado, en las letanías lauretanas, al rezar el Rosario, recordamos a María como consuelo de los afligidos, salud de los enfermos, auxilio de los creyentes… En María y en su misericordia todos encuentran amparo, consuelo y refugio.

No se hace extraño que el papa Francisco nos haya propuesto poner la mirada en María durante este Año de la Misericordia:

«Que la dulzura de la mirada de María, Madre de la Misericordia, nos acompañe en este Año Santo, para que podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Nadie como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Toda su vida estuvo plasmada por la presencia de la Misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado-Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor» (MV 24).

Al amparo de María podemos vivir este Año Jubilar aprendiendo de ella a cuidar de los hijos de Dios y a servir a nuestros hermanos más débiles.

Oración del Jubileo

Señor Jesucristo,
tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo,
y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a El.
Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación.
Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo
y a Mateo de la esclavitud del dinero;
a la adúltera y a la Magdalena del buscar la felicidad
solamente en una creatina;
hizo llorar a Pedro después de la traición,
y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido.

Haz que cada uno de nosotros
escuche como propia
la palabra que dijiste a la samaritana:
¡Si conocieras el don de Dios!
Tú eres el rostro visible del Padre invisible,
del Dios que manifiesta su omnipotencia
sobre todo con el perdón y la misericordia:
haz que, en el mundo, la Iglesia sea el rostro visible de Ti,
su Señor, resucitado y glorioso.

Tú has querido que también tus ministros
fueran revestidos de debilidad
para que sientan sincera compasión
por los que se encuentran
en la ignorancia o en el error:
haz que quien se acerque a uno de ellos
se sienta esperado, amado
y perdonado por Dios.

Manda tu Espíritu
y conságranos a todos con su unción
para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor
y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo,
llevar la Buena Nueva a los pobres,
proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos
y restituir la vista a los ciegos.

Te lo pedimos por intercesión de María,
Madre de la Misericordia,
a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos.
Amén.

    

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